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La familia a la luz de la vida y enseñanzas
Autor
 San Josemaría Escrivá de Balaguer (Tomás Melendo [*])

 

Conferencia en Sevilla, del 14 de diciembre de 2002


1. El amor de San Josemaría, a la vez divino y humano [1]


Como alguna otra vez he apuntado, en la vida y en la doctrina de San Josemaría Escrivá de Balaguer existe una palabra que se alza por encima de todas las restantes: "amor". Basta echar un vistazo al más conocido de sus libros para advertirlo. El primer punto de Camino comienza así: "Que tu vida no sea una vida estéril. --Sé útil. --Deja poso. --Ilumina con la luminaria de tu fe y de tu amor". Y el que cierra el escrito, el 999, resume tajante. "¿Que cuál es el secreto de la perseverancia? El Amor. --Enamórate y no «le» dejarás" [2]. 

"Amor", con minúsculas y con mayúsculas. Pero no como dos realidades ajenas entre sí o simplemente yuxtapuestas: sino como un muy hondo engarce vital en el que el Amor a Dios penetra hasta las más intrascendentes de las realidades cotidianas y las hace reverberar con el brillo inefable de su vigor y belleza infinitos, y el amor a los otros hombres sirve como trampolín, estímulo y materia para adentrarse más y más en las realidades sobrenaturales, hasta reposar en el mismo seno de la Trinidad Santísima, tratando con inenarrable afecto a cada una de las divinas Personas.

No extraña, por eso, que San Josemaría paladeara con fruición, aun a sabiendas de su escasa calidad literaria, aquellos versos clásicos que comienzan con una afirmación rotunda: "Mi vida es toda de amor…". Ni asombra que le encantaran las coplas de noble amor humano, que él sabía elevar a lo divino, y con las que había sembrado las carreteras de Europa, roturando el terreno de aquellos lugares donde iba a comenzar la labor del Opus Dei. O que repitiera, ya de manera formal y expresa, que Dios no le había concedido más que un corazón, y que con él --con el mismo con que amaba a sus padres y a sus hermanos en la tierra y a los hijos de su espíritu y al resto de la humanidad-- tenía que esforzarse por querer a Dios, a la Virgen Santísima y a San José, a todos los santos, al Romano Pontífice… O que afirmara con convencida frecuencia, más conforme pasaban los años, que no era fácil encontrar en la tierra una persona de su edad que aludiera al objeto de sus amores con el ardor ferviente y apasionado con que él se refería a Jesús.



2. San Josemaría y el matrimonio


Por eso, el nuevo Santo no sólo es ejemplo de amor a Dios, sino, a la vez, de amor entre los hombres. Más en concreto --y este es el tema que me han pedido que esboce--, lo es también, y particularmente, de afecto entre los miembros de una familia. Todos ellos pueden aprovechar la entera vida interior del Fundador del Opus Dei y modificar en cierto modo la dirección de lo que ella nos enseña, para elevar el tono de sus relaciones mutuas. Es decir, a todos les cabe transformar el inflamado querer a Dios de San Josemaría en ilusionante modelo de lo que debe ser el fundamento de la convivencia familiar. 


a) "Entre" los cónyuges 


Josemaría Escrivá era, por encima de todo, un ferviente enamorado. De ahí que tenga tanto que enseñarnos a quienes, movidos por un amor hondo y cabal, hemos entregado todo nuestro ser a una persona del otro sexo, uniéndonos con ella en matrimonio. La mera utilización del verbo a que me he referido al principio --el "enamórate" del último punto de Camino-- constituye ya una indicación de fondo preciosísima para quienes quieren vivir con todas sus consecuencias la aventura conyugal. En efecto, con el simple uso del imperativo en esa frase, el nuevo Santo supera la visión «hiper-romántica», hoy tan común, para la que enamorarse es algo que le sucede al ser humano de una manera más bien pasiva, sin que le quepa evitarlo, y que del mismo modo, sin su intervención, puede desaparecer en cualquier momento. 

Por el contrario, con expresiones muy diversas y repetidas, el Fundador del Opus Dei advirtió que el enamoramiento --dilatado y enfervorizado con el paso de los años-- es producto de una constante lucha, gozosa pero esforzada. Ciertamente, tantas veces el varón y la mujer experimentan hacia alguien del sexo complementario una atracción inicial en la que ellos apenas intervienen. Pero eso es sólo una incoación. Desde ese mismo momento, como ya insinuara Dante [3], la voluntad debe tomar las riendas del proceso: bien para rechazar tal impulso, cuando el corazón de nuestro protagonista pertenece ya a otra persona, bien, y esto es lo que ahora nos interesa, para confirmar lo apenas comenzado y, sobre todo, cuando sea el caso, para hacerlo crecer y madurar y dar más y más fruto --con fecundo empeño-- a lo largo de la entera existencia como marido o mujer.

Camino de amor creciente y entusiasmado que vivió Josemaría Escrivá, de forma eximia, en su propia relación con Dios. Por eso, repito, los cónyuges pueden aprender no sólo de lo que al respecto dijo o dejó escrito, sino sobre todo de lo que hizo.

Y así, por ejemplo, de su insistencia vivida en la oportunidad de que el trato íntimo con la Trinidad y con la Santísima Virgen se tradujera en propósitos precisos y operativos, cabe inferir la conveniencia de que los componentes de un matrimonio se esfuercen en concretar y poner por obra, ¡cada día!, dedicando a ello tiempo y atención expresos, un ramillete de detalles en los que encarnen y con los que aumenten el cariño hacia su esposo o esposa.

De manera semejante, el ansia sostenida de piropear a Jesús y, más en concreto, el de dedicar encendidos requiebros a María, puede servir como paradigma para la existencia de todo marido que en efecto pretenda vivir a fondo la "afirmación gozosa" del amor hacia su cónyuge. Un marido que, entre otras cosas, tiene en principio que estar dispuesto a repetir muchas veces al día a su esposa que la quiere. ¡Claro que ella ya lo sabe! Pero, humana y mujer como es, necesita de forma casi perentoria que semejante confirmación ardiente le entre por los oídos muy a menudo: es una delicadeza en apariencia mínima, pero que la reconforta y le da vigor para seguir en la brega, a veces ingrata, para sacar adelante con bríos renovados el hogar y la familia… cuyo cuidado debe frecuentemente hacer compatible con largas y densas horas de trabajo también fuera de casa. Y el varón, por su parte, además de agradecer muy de veras la declaración paralela de cariño de su esposa, necesita decirle que la quiere para reforzar, mediante esa confesión expresa y materializada, los quilates de su amor y de su fidelidad. Pues no hay que olvidar una idea también muy grata al Fundador del Opus Dei, que llegó a hablar audaz y justificadamente de un "materialismo cristiano": a saber, que el hombre es un compuesto admirable de espíritu y materia y que los gestos externos de cariño incrementan, consolidan y remachan el temple espiritual de su amor.

Siguiendo también la pauta marcada por San Josemaría mediante su afecto siempre inédito y repleto de inventiva hacia el Señor, marido y mujer han de esforzarse con frecuencia por sorprender a su pareja con algo que ésta no esperaba y que pone de relieve su aprecio e interés por ella. No sólo en los días señalados, en los que esas manifestaciones «ya se suponen», sino justo en aquellos otros en los que no existiría ningún motivo para tener una atención especial… ¡excepto el cariño enamorado de los cónyuges, siempre vivo y siempre en aumento! Teniendo en cuenta que lo importante es ese mantener la mirada fija en el otro, dedicarle tiempo y cuidado, "andarse con contemplaciones" --como también le gustaba repetir al nuevo Santo--, y no necesariamente el valor material de lo que se ofrenda.

En la misma línea, al calor del ejemplo de su trato asiduo con Dios, con ganas o sin ellas, resulta imprescindible que los cónyuges sepan encontrar ratos para estar, conversar y descansar a solas, en las mejores condiciones posibles, venciendo la pereza inercial que en ocasiones pudiera acosarles. Sin hacer de esto un absoluto, sino a modo de simple sugerencia, una tarde o una noche a la semana dedicada en exclusiva al matrimonio, además de facilitar enormemente la comunicación, constituye uno de los mejores medios para que la vida de familia --y, por tanto, el cariño hacia los hijos-- progrese y se consolide, hasta dar frutos sazonados de calidad personal. Por eso, la solicitud y el mimo a la propia pareja deben anteponerse a las obligaciones laborales y sociales y, si valiera la contraposición un tanto paradójica, incluso al cuidado «directo» de los niños… que quedará potenciado y enaltecido por el amor mutuo de sus padres. Según recordaba a menudo el Fundador del Opus Dei, para las personas casadas el camino de su perfeccionamiento y hasta el de su santidad tiene un nombre propio: justo el de aquel o aquella con quien se ha unido de por vida en matrimonio. Por otra parte, tal como acabo de sugerir, cuando el amor entre los esposos es auténtico, rebosa por fuerza en dedicación y ternura hacia cada uno de los hijos… que de ese amor han surgido y de él deben alimentarse.


b) "Desde" los cónyuges 


Deseo detenerme por unos instantes en este último extremo, expuesto con brillante sencillez por Carlos Llano, notable filósofo y humanista de ascendencia española, pero nacido y afincado en México: como la educación de los hijos no es sino la más genuina expresión del amor de los padres hacia ellos, y como este amor no puede ser a su vez sino el desbordarse del cariño entre los esposos, el que los cónyuges se quieran de veras constituye la clave esencial, y casi el todo, de su misión dentro de la familia. 

Llano escribe: "La conditio sine qua non para que la familia se constituya como ámbito formativo del carácter de los hijos es el amor firme de los padres […]: el amor familiar ha de ser constante, lleno de confianza y responsable, si quiere poseer valor formativo […]. La inducción del carácter es" como "una emanación del amor conyugal, una extensión --casi un apéndice-- suyo: los padres no tendrían otra cosa que hacer más que amarse de manera constante --con todos los atributos que la fidelidad acarrea--, llena de confianza --con las notas que esa apertura lleva consigo-- y responsable --con las características que siguen a la responsabilidad--. Habría después, sí, recomendaciones, sistemas, técnicas, fórmulas, procesos y recetas positivas para lograr el objetivo" de educar a "los hijos, pero todas las recomendaciones para ello serán apenas una cabeza de alfiler en el profundo y extenso universo del amor familiar en que se desarrollen. Al menos, puede afirmarse sin equivocación que tales recomendaciones, sistemas, técnicas, fórmulas, procesos y recetas serán bordados en el vacío si no se dan dentro del espacio del amor familiar, la primera e imprescindible condición, y casi la única" [4].

He querido insistir en este punto, porque desafortunadamente ni se presenta bien dibujado para la inteligencia ni fácil de instaurar en la vida vivida. Y, sin embargo, ostenta una radical relevancia: lo más importante que deben hacer los esposos con vistas al desarrollo y la felicidad de sus hijos es quererse el uno al otro, de forma creciente, con un amor que trascienda las discrepancias de carácter, las pequeñas incomprensiones, las dificultades, las pretendidas afrentas… La marcha y la felicidad de la entera familia, en cada uno de sus miembros, viene casi enteramente definida por el mutuo afecto que se muestren los padres.

Se trata de ideas claramente inspiradas en las enseñanzas de Juan Pablo II y de San Josemaría Escrivá. Del primero, por ejemplo, leemos: "En el amor encuentra ayuda y significado definitivo todo el proceso educativo, como fruto maduro de la recíproca entrega de los padres" [5]. A su vez, en una de sus homilías, el Fundador del Opus Dei dejó escrito: "No se puede hablar del matrimonio sin pensar a la vez en la familia, que es el fruto y la continuación de lo que en el matrimonio se inicia. Una familia se compone no sólo del marido y de la mujer, sino también de los hijos y, en uno u otro grado, de los abuelos, de los otros parientes y de las empleadas del hogar. A todos ellos ha de llegar el calor entrañable, del que depende el ambiente familiar".

Y añade: "Los padres son los principales educadores de sus hijos, tanto en lo humano como en lo sobrenatural, y han de sentir la responsabilidad de esa misión, que exige de ellos comprensión, prudencia, saber enseñar y, sobre todo, saber querer, y poner empeño en dar buen ejemplo" [6].

"Saber querer", como vengo apuntando. Y un "saber querer" que el propio Fundador del Opus Dei jerarquiza y estructura de acuerdo con la naturaleza esencial de la familia, nacida del matrimonio, y que por tanto goza de un momento inicial y una dirección muy claros: primero entre los cónyuges y de éstos hacia su prole. "Si tuviera que dar un consejo a los padres --escribe--, les daría sobre todo éste: que vuestros hijos vean […] que procuráis vivir de acuerdo con vuestra fe, que Dios no está sólo en vuestros labios, que está en vuestras obras, que os esforzáis por ser sinceros y leales, que os queréis y que los queréis de veras" [7].

Y de ese cariño originario, en perfecta consonancia con las más recientes afirmaciones de Juan Pablo II, San Josemaría hacía derivar efectos que trascienden el marco de la familia, hasta desembocar en frutos de mejora de la humanidad en su conjunto: "Es así --explicaba a los padres-- como mejor contribuiréis a hacer de" vuestros hijos "cristianos verdaderos, hombres y mujeres íntegros, capaces de afrontar con espíritu abierto las situaciones que la vida les depare, de servir a sus conciudadanos y de contribuir a la solución de los grandes problemas de la humanidad, de llevar el testimonio de Cristo donde se encuentren más tarde, en la sociedad" [8].

Como ha afirmado de manera expresa en más de una ocasión el actual Pontífice [9], también para Josemaría Escrivá la resolución de los problemas que afectan a nuestro mundo comienzan siempre dentro del matrimonio y, más en concreto, en el esfuerzo de cada uno de sus integrantes por acrisolar su relación con el otro. Ante cualquier dificultad que surja, y contando con la ayuda de la gracia, hemos de mirar, antes que nada, hacia nosotros mismos, hacia cada uno, para mejorar nuestra actitud y nuestras disposiciones… y el calibre de nuestro querer: la solución de cualquier problema que afecte a una familia encuentra normalmente su punto de partida y su motor irreemplazable en un cambio estrictamente personal --¡mío!--, que produzca como consecuencia una elevación en la categoría del amor recíproco.

Para mostrarlo, abandonando por un momento las recomendaciones expresas de San Josemaría, pero sin traicionar su espíritu, recordaré:

i) que la esencia del matrimonio es el amor;

ii) que el momento resolutivo de todo amor es la entrega;

y iii) que ésta se configura de una manera muy peculiar e intensa entre los esposos, pues cada uno se ofrenda a sí mismo íntegramente y sin condiciones a la persona amada, al tiempo que la acoge también plenamente y sin reservas.

Por tanto, la clave del éxito de la convivencia matrimonial consiste en liberarnos de las ligaduras que nos atan al propio «yo», de modo que se torne viable una entrega cada vez más intensa a nuestro cónyuge y, a la par, en ir desprendiéndose y vaciándose de uno mismo para dar cabida en nuestro interior al ser querido… hasta identificarse con él.

De resultas, la auténtica insidia para el perfeccionamiento y la felicidad del matrimonio y de la entera convivencia familiar la constituyen los supuestos derechos del yo; o, con expresión de Monseñor Escrivá de Balaguer, el problema es "la soberbia", a la que califica como "el mayor enemigo de vuestro trato conyugal" [10]. Ahí, por tanto, en los deseos incontrolados de llevar razón, de imponer mi criterio, de que la vida familiar gire en torno a mis deseos y caprichos… debemos incidir siempre que pretendamos provocar una reforma en nuestro hogar. Se trata de un punto con frecuencia desatendido, porque en las situaciones de crisis, y en los momentos menos dramáticos de los roces o pequeñas incomprensiones cotidianas, lo instintivo es advertir los "déficits" de los demás, ignorando o poniendo entre paréntesis los propio.

Apelando explícitamente a la enseñanza de San Josemaría, Ugo Borghello, pensador y ensayista italiano, lo enuncia con claridad: "si quieres cambiar a tu cónyuge cambia tú primero en algo". Y explica: "Siempre existe algo en el tono de la voz, en el modo de recriminar, en el de presentar el problema…, en que yo puedo mejorar. Por lo común basta que yo lo haga para que la otra persona también cambie. Si no sucediera así, después de algunos días de mudanza real por mi parte, es conveniente hablar: se reconocen los propios errores pasados, se hace notar que de un tiempo a esta parte ha habido un avance y, a renglón seguido, se pide al cónyuge una pequeña transformación que facilite el amarlo con sus defectos. Una vez hecho esto, si el otro está de acuerdo, lo más importante ya ha sido realizado. Sin duda, sería exagerado pretender que desde ese momento no caiga más en el defecto admitido; basta que luche. Lo importante, con el arte del diálogo, es que cada uno reconozca las propias deficiencias sin necesidad de encarnizarse en las de la pareja. Quien no haya jamás probado a modificar el propio modo de obrar para ayudar a los demás a hacerlo, basta que lo intente y advertirá de inmediato una mejoría perceptible" [11]… y en ocasiones asombrosa.

Se trata de un remedio aplicable no sólo a las situaciones más o menos complicadas, sino a todas aquellas que convierten nuestras casas --con sugerente expresión de San Josemaría-- en auténticos "hogares luminosos y alegres" [12]. La médula de una vida de familia lograda está entretejida por multitud de costumbres gozosas, que --por decirlo de algún modo-- se sobreponen y suavizan los momentos de tirantez y los pequeños rifirrafes que nunca pueden estar del todo ausentes del hogar, hasta sofocarlos… o incluso sacar un bien de ellos.

Se cuentan entre tales hábitos agraciados, los detalles, incluidos los materiales, que dan intimidad y especial relieve a los días de fiesta… también a los que se inventan cuando temporadas menos fáciles los reclaman; los regalos de los más pequeños --mínimos, pero fruto esforzado de sus ahorros-- a los restantes hermanos, a los padres ¡o a los abuelos!, cuando se celebran sus respectivos santos o cumpleaños; los ratos de ocio compartido, en el hogar, en el campo, en un lugar de recreo o una ciudad monumental; la atención de cada uno a lo que dice el resto durante las comidas, realizadas siempre que se pueda todos juntos, sin la presencia perturbadora de radios o televisiones, y salpicadas en la mayor proporción posible por toques de buen humor, que desaten incluso la risa; el júbilo de rezar en familia el santo rosario, cuando se lo profundiza y comprende como la maravillosa oración que es; la golosina, para los de menor edad, o el aperitivo, para los más crecidos, que refuerzan la satisfacción de acudir juntos a la Santa Misa en los días de precepto o la de recibir el sacramento de la penitencia… Esas y otras muchas tradiciones deben mantenerse e incrementarse para elevar progresivamente el tono de nuestros hogares. Y, como sugería, cuando alguna de ellas dé muestras de languidecer, es la propia reacción personal, con un compromiso ¡mío! más alegre y rejuvenecido, la que ha de sacarla a flote.

Todo lo cual tiene también su ámbito de aplicación si lo que está en juego es la ofensa o el despropósito. Sólo que en tales casos habrá que poner especialmente sobre el tapete una de las claves más jugosas del éxito de cualquier matrimonio: la capacidad de perdonar y pedir perdón, también encomiada por San Josemaría como fruto del más exquisito amor entre los cónyuges… y del mismo amor de Dios, de quien admiraba más aún que el poder creador y la maravilla de la Encarnación, justo Su reiterada y siempre actual disposición --¡anhelo!-- de perdonar a quienes le ofendemos.

A ese Dios que se adelanta, cura, perdona y olvida, intentamos asemejarnos, gracias a los consejos de Monseñor Escrivá y a pesar de nuestra nada, tantos esposos. Y el resultado es siempre un incremento de nuestro amor recíproco. Supongamos una familia numerosa reunida ya al caer la tarde en torno a la mesa, para la cena. La conversación transcurre, como de costumbre, entre anécdotas del día, recuerdos, proyectos de unos y otros… Y, también como de ordinario, la salpica alguna que otra pelea, sobre todo entre los más menudos. Pero esta noche, por las razones que fuere, el padre se encuentra tenso; ante la disputa de los pequeños no sabe reaccionar como otras veces, con una broma discreta que quite hierro al asunto, distienda de nuevo el ambiente y dé por zanjada la cuestión… sino que eleva el tono de la voz, recrimina a los revoltosos y sofoca el agradable clima de la comida en común. La madre sale al quite, delicada, pero la armonía y el buen humor no logran restablecerse. Quien más sufre, a la vista de lo ocurrido, es lógicamente el padre. Pasa el rato. Muy probablemente se excuse ante los hijos regañados y el clima se destense… sin conseguir por ello recuperar del todo la paz. Y llega el momento de acostarse. Es el instante decisivo y, en la calidez sosegada del lecho, inicia ante la esposa la petición de perdón… que ésta ni siquiera permite expresar verbalmente. Un beso rebosante de comprensión y ternura sella los labios arrepentidos, y un abrazo más elocuente que cualquier palabra concluye definitivamente el asunto.

¿Qué sentimientos embargan entonces al marido? Los de una tremenda gratitud enamorada, muy superior a la de los días que transcurren sin «meteduras de pata». Y es que, como comenta agudamente Marta Brancatisano, autora de uno de los libros más jugosos que jamás se han escrito sobre el matrimonio, "ser amados cuando somos los héroes o los primeros de la clase ni siquiera nos produce mucha satisfacción; pero ser amados cuando somos y nos comportamos como unos gusanos… ah, esto sí que es algo que conmueve las entrañas del mundo, algo que provoca un estupor capaz de dar nueva vida a quien recibe un amor así" [13]. Una nueva vida que facilita enormemente el cambio personal, la mejora decidida… apta para resolver todas las contradicciones de la existencia familiar.


3. San Josemaría y los hijos 


a) El bullir de la sangre de Cristo 


Con su oración y sacrificio constantes, Monseñor Escrivá de Balaguer impulsó por el camino de la santidad y de la dicha a miles y miles de personas de todo el mundo. Y ese mismo amor arrancó de Dios, y seguirá arrancando con el pasar de los años, multitud de vocaciones para el Opus Dei, de las que Josemaría fue y será siempre, en virtud de la gracia divina, un efectivo Padre. 

En su profunda humildad, San Josemaría apuntó alguna vez como epitafio para su tumba la expresión de la Escritura: "genuit filios et filias: engendró hijos e hijas". Considerándose un "pecador" --otra inscripción que proponía con insistencia para definirlo en el lugar donde reposaran sus restos mortales--, se amparaba en los méritos de quienes había dado a luz a la vida de entrega a Dios, para presentarse ante Él en el momento decisivo de su tránsito al otro mundo. Su entrañable sucesor, el amadísimo don Álvaro del Portillo, se empeñó en devolver su auténtico significado al genuit filios et filias: los miembros del Opus Dei no sólo debían al Fundador su vocación a la Obra, sino que toda su relación con Dios y el crecimiento de su vida interior participaba y se alimentaba de la eximia santidad del nuevo Santo y de su correspondencia sin límites a la gracia.

En cualquier caso, para quienes desde los mismos comienzos, ahora y en el futuro formaron, forman o formarán parte del Opus Dei, San Josemaría es Padre genuino, en un sentido muy hondo y real, con todas las consecuencias que esa paternidad implica. Padre en el espíritu y por ende, en función de lo que explicaba al comienzo, eminentemente humano. "Con corazón de padre y de madre", por especialísima gracia divina, como a menudo gustaba recordar. Por eso, es también su modo de comportarse con quienes Dios le había encomendado, antes aún que lo mucho que enseñó explícitamente de palabra y por escrito, lo que los padres de familia hemos de tener como punto de referencia a la hora de ayudar a nuestros hijos a alcanzar la plenitud humana y sobrenatural a que Dios los llama.

Sin duda, en el hacer paterno-materno de Josemaría Escrivá influyó enormemente el ejemplo de sus queridísimos padres, modelos eminentes en el arte de educar amando. E incidió con notable vigor su dilatado trato con familias de muy diverso tipo y las largas horas dedicadas a confesar y formar a tantos y tantos niños durante los años de su ejercicio sacerdotal en Madrid. Pero estimo que, por encima de todo esto, aunque sirviéndole de apoyo, lo decisivo fue la experiencia adquirida con sus propios hijos espirituales en virtud de la gracia fundacional que lo constituyó en Padre de una familia sobrenatural y por eso, repito, por expreso querer de Dios, extremadamente humana y entrañable.

Es cierto que las circunstancias en que San Josemaría desplegó su paternidad no se corresponden en algunos detalles particulares con las que vivimos los esposos que hemos dado origen a una familia según la sangre. Pero los principios fundamentales que deben regir nuestro comportamiento sí que coinciden con los que vivió (y vive) el Fundador del Opus Dei, elevándolos hasta grados que difícilmente podremos alcanzar quienes aspiramos a seguir su ejemplo.

A mi entender, una significativa afirmación resume de manera proverbial el primero y más fundamental de esos principios. La recuerdan, entre otros, en contextos diversos, Mons. Álvaro del Portillo, primer sucesor de San Josemaría al frente del Opus Dei, Umberto Farri, que trató al nuevo Santo durante muchos años en Italia, y Antonio Aranda, teólogo, autor de un libro cuyo título se inspira precisamente en esa frase [14]. En concreto, para el doctor Farri, y según su propio testimonio, el oírla de labios de San Josemaría constituyó una auténtica revolución en su relación con Dios y con los hombres. Esta es la parte de su narración que nos interesa: "Una vez nos encontrábamos en el pequeño jardín de un centro del Opus Dei en Roma. Yo estaba con otros compañeros universitarios. El Padre nos hablaba de muchas cosas […]. De repente se interrumpió, nos miró fijamente a los ojos y nos hizo esta pregunta: 'Hijos míos, ¿sabéis por qué os quiero tanto?'. Y, acto seguido, la respuesta: 'Porque veo bullir en vuestras venas la sangre de Jesucristo'" [15].

Estimo que esta tan sentida confesión, de extremada hondura y calidad poética, resulta esencial para el tema que nos ocupa, y de particularísima relevancia para la familia en este siglo XXI. San Josemaría Escrivá consideraba a los miembros del Opus Dei, "antes y más" que como hijos suyos, como hijos de Dios. Y también o principalmente por eso --y no sólo por la calidez entrañable de su egregia humanidad-- los quería con locura.

¿Qué empieza a imponerse, por el contrario, en nuestra época? La valoración de los hijos en función de los propios padres: de sus deseos, de sus caprichos, de su "realización". Esto es muy claro ya desde el momento mismo de la concepción. La ampliación del matrimonio a través de los hijos no se considera hoy como derivada de la naturaleza propia de la institución conyugal, como algo que surge naturalmente del amor de los esposos [16]. Sino que se va transformando en una «elección», experimentada muchas veces como gravosa, y cuyos criterios son a menudo la conveniencia de los padres, en el ámbito afectivo, profesional… o incluso --con perdón-- en el tan ridículo de sus posibilidades de divertirse y llevar una existencia cómoda y placentera. Por eso se rechaza la llegada de los vástagos cuando se estima que van a perjudicar la vida de pareja, o se los reclama y exige con obsesiva ansía, acudiendo incluso a procedimientos ilícitos, como la fecundación artificial, cuando las presuntas carencias emotivas de la madre o del padre «necesitan» ser colmadas con la presencia de una nueva criatura.

Y algo muy parecido ocurre a veces durante los primeros años… o durante toda la existencia del chico o de la chica. Cada cual a su modo, el padre y la madre pueden ver en los hijos una simple prolongación de su yo --un apéndice de su egoísmo, como escribió con acierto Delibes-- y articular su educación no atendiendo al bien de las criaturas, sino al de sí mismos: descanso, tranquilidad, evasión de problemas, encarnación de lo que ellos no lograron ser en la vida… Más que como hijos de Dios, como personas autónomas, si lo traducimos a lenguaje filosófico, la prole tiende a ser considerada cada vez más como "propiedad de los padres" y al servicio de ellos.


b) Amor a la libertad y confianza 


Por el contrario, al percibir en cada uno la imagen del Dios trinitario, que los llamaba de una forma irrepetible a participar por toda la eternidad de su Amor infinito, San Josemaría se ponía por completo al servicio de cada uno de sus hijos, justo para ayudarles a cumplir el designio esbozado para ellos divinamente desde siempre. 

Se seguían de ahí un sinnúmero de consecuencias, de las que ahora pretendo señalar sólo dos.

i) La primera, el exquisito amor a la libertad de cada miembro del Opus Dei (y de cualquier otra persona). El apasionado amor de San Josemaría a la libertad, que proponía como herencia "en lo humano" a sus hijos espirituales, le hacía respetar con exquisita reverencia el sendero propio del adelantamiento de cada alma, sin intentar encorsetarlas ni imponerles en modo alguno sus propios criterios personales… por más que se hubieran demostrado fecundos. Al mismo tiempo, su honda comprensión del gran privilegio humano de la libertad como la capacidad que se nos ha otorgado de responder a Dios que sí, justo "porque nos da la gana", le inducía a servir a todas las almas para facilitarles el ascenso personal --¡único!-- hacia su meta definitiva en el Cielo. Sin falsas y engañosas concesiones, sino con exigencia a la par fuerte y amable, cariñosa y confiada, derivada --como sugería-- de un ardiente corazón paterno y materno.

Precisamente porque amaba su condición de seres libres destinados a Dios, Josemaría Escrivá entregaba sinceramente, a todos y cada uno de sus hijos, como la dádiva de más valor que podía otorgarles, lo más íntimo de su ser y su amor más genuino. Otra gran lección para los padres de hoy, llamados más que nunca a procurar a quienes han traído al mundo no lo que viene a suplir una falta de auténtica dedicación a ellos, poniendo coto a sus quejas, sino lo que efectivamente los hace crecer, acercándolos con eficacia a su cumplimiento como personas. A eso tienen derecho nuestros hijos, un derecho absoluto.

Pero no tienen derecho, porque contraría la naturaleza del cariño más cabal, ni a la inmediata y reiterada satisfacción de unos antojos que a veces inventamos los propios padres, ni al premio desmesurado por las buenas calificaciones --que deberían ser de por sí gratificación más que suficiente--, ni a la paga también desmedida, ni a las noches locas e incontroladas del fin de semana, ni a la prendas de marca tiranizadas por la moda, ni a los viajes y vacaciones por encima de nuestras posibilidades económicas o de lo simplemente razonable, ni a la moto o al coche cuando todavía no son responsables en otros ámbitos de su existencia, ni… a tantas cosas por el estilo.

¡A lo único que nuestros hijos tienen derecho, un derecho absoluto del que nadie debería intentar hacerles prescindir, es, diciéndolo con tres palabras, a nuestra propia persona! O, si se prefiere, a lo que existe de más personal en cada uno de nosotros: a nuestro tiempo, a nuestra dedicación, a nuestro real interés por lo que les ocupa y preocupa, a nuestro consejo no impuesto ni avasallador, a nuestro diálogo, al ejercicio razonado de nuestra autoridad, a la fortaleza que nos lleve a no escurrir el bulto cuando por obligación inderogable hemos de hacerles sufrir para evitar males mayores o promover su crecimiento; y, en una esfera complementaria, a nuestra intimidad personal, a que prudentemente le demos a conocer nuestros momentos de exaltación y nuestras derrotas, a que los introduzcamos efectivamente en nuestras vidas en lugar de inducirles a adoptar, con nuestro hermetismo descuidado y a veces un tanto vanidoso, una existencia independiente, a que les consultemos nuestros problemas, de manera proporcional a su edad, y tomemos en cuenta seriamente las sugerencias que nos hacen…

Y todo lo que sea «intercambiar» esa entrega de amor comprometido por regalos y concesiones irresponsables que acarician lo menos noble de su yo y los conducen a centrarse en sí mismos y en la satisfacción de sus caprichos, equivale, en el sentido más fuerte y literal de la expresión, a comprar a nuestros hijos y, como consecuencia, a prostituirlos, tratándolos como cosas y no como personas. Lo que, sea dicho de pasada, destruye cualquier ambiente de familia, porque la lógica del «intercambio», del do ut des mercantilista e interesado es lo más opuesto a la gratuidad del amor que debe imperar en el hogar.

ii) Además, la percepción de todo ser humano como hijo predilecto de Dios, afianzaba en San Josemaría otra virtud, sin la que resulta imposible ayudar a nadie en el propio adelantamiento. El Fundador del Opus Dei repitió muy a menudo que confiaba más en la palabra de uno de sus hijos que en el testimonio unánime de cien notarios que afirmaran lo contrario. Y añadía que nunca se había arrepentido de actuar así, aunque eso le hubiera llevado en alguna ocasión, contadísima, a ser defraudado.

Desde esa conducta vivida, animaba a los padres: "Escuchad a vuestros hijos, dedicadles también el tiempo vuestro, mostradles confianza; creedles cuanto os digan, aunque alguna vez os engañen; no os asustéis de sus rebeldías, puesto que también vosotros a su edad fuisteis más o menos rebeldes; salid a su encuentro, a mitad de camino, y rezad por ello, que acudirán a sus padres con sencillez --es seguro, si obráis cristianamente así--, en lugar de acudir con sus legítimas curiosidades a un amigote desvergonzado o brutal. Vuestra confianza, vuestra relación amigable con los hijos, recibirá como respuesta la sinceridad de ellos con vosotros: y esto, aunque no falten contiendas e incomprensiones de poca monta, es la paz familiar, la vida cristiana" [17].

Confianza, pues, incondicionada, que implica que nos pongamos personalmente en juego, en peligro. Pues confiar real y efectivamente en cada uno de nuestros hijos, apostando con decisión por su deseo y su capacidad de mejora, equivale a estar dispuestos a perder y dolernos seriamente con su derrota: a sufrir. Y es que el amor --es una de las pocas verdades que entrevió Freud, aunque no lograra situarla en su adecuado contexto-- torna vulnerables a quienes aman.

Esclarezco el asunto, aplicándolo a una situación particular. Todos los que nos movemos en estas lides sabemos bien que sin confianza recíproca cualquier intento de formación resulta vano. Pero lo que a veces se nos escapa es que semejante crédito ha de ser real, sin fisuras, y justamente con ese hijo que nos plantea más problemas y justo en los aspectos en que más deja que desear (incluidos los estudios y otros de mayor envergadura). Pues ahí, precisamente, es donde hemos de depositar el vigor de nuestra esperanza, sin fingimientos, confiando desde lo más íntimo del alma en que el chico o la chica, dispuesto a luchar con todas sus fuerzas, podrá al término vencer, con la ayuda de Dios y con nuestro pobre auxilio. Y cuando fracase, porque muchas veces fracasará, nosotros, que nos hemos comprometido personalmente en sus escaramuzas, fracasamos también con él. Y, lejos de pronunciar en tono de conmiseración el triste y desresponsabilizante «ya te lo había advertido», o de desahogar nuestra vanidad herida con reprimendas hoscas de escasa o nula eficacia, padecemos en lo más hondo con el descalabro, porque, al habernos identificado con el hijo a través de la confianza sincera en él depositada, ese pequeño «desastre» es tan suyo como nuestro; y, echando mano de nuestros mayores recursos como personas adultas, nos rehacemos de la derrota y del dolor, rehacemos al muchacho… y volvemos a depositar en él toda nuestra confianza, real, sin ardides ni triquiñuelas.

Sólo en ese clima de compromiso y de libertad confiada, incompatible con la despreocupación «ocupadísima» de quien no encuentra tiempo más que para sus actividades individuales (ya sean en el ámbito de la profesión, ya en el de la vida social, las diversiones y entretenimientos, los propios hobbies, etc.), es posible el crecimiento y la maduración fecundas de quienes tenemos encomendados en el seno de nuestra familia. Porque tanto en el interior del matrimonio como en las relaciones paterno-filiales, lo decisivo es «soportar», en el sentido fuertemente solidario de servir de apoyo, y no «soportar», en la acepción de aguantar con sufrida resignación los defectos, la incompetencia o la falta de madurez del otro.


Conclusión 


Quedan apuntados algunos rasgos, mínimos, que la familia del siglo XXI puede aprender de Josemaría Escrivá. Me gustaría concluir aludiendo a un último detalle. En su inmenso y humilde amor a Dios, San Josemaría se sentía a menudo responsable de que alguno de sus hijos no acabara de reaccionar adecuadamente ante las exigencias de la llamada divina. Y redoblaba su oración y mortificación por él. 

La reflexión sobre este último testimonio nos devuelve a lo que considero la clave de la felicidad de cualquier familia: el empeño personal --¡de cada uno!-- por aquilatar la categoría de su amor… olvidándose de sí y poniendo en sordina sus presuntos «derechos». Y esto, tanto por lo que atañe al matrimonio como a las relaciones con los hijos y a las que median ente los hermanos. Luchando por modificar nuestra propia conducta, haciendo más tersa y eficaz nuestra entrega, se enriquecerá antes que nada la vida conyugal y, potenciada por ella, la del conjunto de la familia, "luminosa y alegre" --¡feliz!--, como el Fundador del Opus Dei preconizaba.

Cuestión que confirma otra idea reiterada por el nuevo Santo, y a la que sirven de refrendo la existencia de miles de personas y la doctrina de los mejores filósofos y psiquiatras de nuestro tiempo: el amor, "la entrega a los demás" con olvido de uno mismo, "es de tal eficacia, que Dios la premia con una humildad llena de alegría" [18].



Notas

Tomás Melendo [*]
[*] Bastantes de las ideas esbozadas en el texto se encuentran ampliamente expuestas, aunque no siempre en expresa conexión con San Josemaría Escrivá, en: T. Melendo, Ocho lecciones sobre el amor humano, Rialp, Madrid, 4ª ed. 2002; T. Melendo, L. Millán-Puelles, Asegurar el amor, Rialp, Madrid 2002; T. Melendo, La hora de la familia, Eunsa, 3ª ed. 1997; T. Melendo, Solución: la familia, Palabra, Madrid, 3ª ed. 2002; y, sobre todo, en T. Melendo, Familia, ¡sé lo que eres!, Rialp, Madrid 2003. 

[1] Texto de la Conferencia pronunciada el 14 de noviembre de 2002, en el Palacio de Exposiciones y Congresos de Sevilla, dentro de la Jornada de Estudio sobre la familia, con ocasión del Centenario de San Josemaría Escrivá de Balaguer.

[2] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, Rialp, Madrid, loc. cit.

[3] Valgan, como resumen apretado de su manera de sentir, estos pocos versos, que hacen vacilar, en su escueta firmeza, las opiniones que imperaban en la literatura de aquel entonces: "S'amore è di fuori a noi offerto, / e l'anima non va con altro piede, / se dritta o torta va, non è suo merto (Que si el amor de fuera es ofrecido, / y al ánimo no deja otra salida, / no es culpa suya el ir recto o torcido)" (Divina Commedia, Purg. XVIII, 40-45).

[4] Carlos Llano, Formación de la inteligencia, la voluntad y el carácter, Trillas, México D. F. 1999, p. 127. Cursivas mías.

[5] Juan Pablo II, Carta a las familias, núm. 16. La cursiva es mía.

[6] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, cit., núm. 27. La cursiva es mía.

[7] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, cit., núm. 28. La cursiva es mía.

[8] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, cit., núm. 28. La cursiva es mía.

[9] Valgan, como botón de muestra, las afirmaciones realizadas en el Jubileo de las familias, el pasado 15 de octubre de 2000: "Al ser humano --enunció él Papa en primer lugar-- no le bastan relaciones simplemente funcionales. Necesita relaciones interpersonales, llenas de interioridad, gratuidad y espíritu de oblación. Entre estas, es fundamental la que se realiza en la familia: no sólo en las relaciones entre los esposos, sino también entre ellos y sus hijos". Y añadió de inmediato, con el vigor y la penetración acostumbrados, como matizando o yendo todavía más al fondo del asunto: "Toda la gran red de las relaciones humanas nace y se regenera continuamente a partir de la relación con la cual un hombre y una mujer se reconocen hechos el uno para el otro, y deciden unir sus existencias en un único proyecto de vida" (La cursiva es mía).

[10] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, cit., núm. 26.

[11] Ugo Borghello, Le crisi dell'amore, Ed. Ares, Milano 2000, pp. 96-97.

[12] Entre las muchísimas ocasiones en que utiliza semejante expresión, escojo estas palabras de Es Cristo que pasa (cit., núm. 30), porque, en su concisión, compendian el contenido esencial de la presente conferencia… y lo trascienden abundantemente: "Hemos procurado resumir y comentar --escribe casi al término de una homilía sobre el matrimonio-- algunos de los rasgos de esos hogares, en los que se refleja la luz de Cristo, y que son, por eso, luminosos y alegres […], en los que la armonía que reina entre los padres se transmite a los hijos, a la familia entera y a los ambientes todos que la acompañan".

[13] Marta Brancatisano, La gran aventura, Grijalbo, Barcelona 2000, p. 68.

[14] Cfr. Antonio Aranda, "El bullir de la sangre de Cristo". Estudio sobre el cristocentrismo del beato Josemaría Escrivá, Rialp, Madrid 2000.

[15] Umberto Farri, Declaraciones recogidas en el video Le llamaban Padre en los cinco continentes, Beta films, Madrid.

[16] También esta vez lo ha expuesto, con particular agudeza, Marta Brancatisano: «Cuando dos personas que se aman experimentan su capacidad de dar la vida, llegan a un punto en que […] sienten la responsabilidad de "administrar" esta increíble capacidad […] pensando en el otro, en la persona que no existe y que podría existir. Y aquí entra en juego la madurez del amor, el que ha aprendido a crecer en el darse y que ha salido más fuerte de todas las heridas. Por esto tener un hijo, otro hijo, se convierte paradójicamente en un hecho más bien corriente en la relación de amor; una consecuencia natural, aunque nunca se da por descontada, de la capacidad que tiene el amor de desbordar vida por todos los poros» (Marta Brancatisano, La gran aventura, Grijalbo, Barcelona 2000, p. 84). Las cursivas son mías.

[17] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, cit., núm. 29. En este caso, las cursivas son del autor.

[18] Cfr., por ejemplo, San Josemaría Escrivá de Balaguer, Forja, Rialp, Madrid, núm. 591.
 
 Fuente:

almudi.org

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