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Comprender el amor. I: Querer el bien para otro.
Autor
 Tomás Melendo

 

Introducción.- 1. Querer: a) La voluntad… y algo más; b) Querer querer.- 2. Querer «el bien»: a) Enseñar y facilitar el amor; b) La brújula de todo acto educativo.- 3. Querer el bien para otro… en cuanto otro.

Introducción

«Engañarse respecto al amor es la pérdida más espantosa, es una pérdida eterna, para la que no existe compensación ni en el tiempo ni en la eternidad» [1]: la privación más horrorosa, que no puede resarcirse ni en esta vida… ¡ni en la eterna!

i) Estas palabras de Kierkegaard, redactadas ya hace más de siglo y medio, no han perdido hoy nada de su vigencia; al contrario, resultan más cercanas y sugerentes que cuando fueron escritas. Pues en la actualidad no sólo sobreabundan los que cabría denominar engaños y fracasos en el amor (infidelidades o falta de lealtad entre esposos, novios, amigos, colegas, vecinos, compañeros…; indiferencia, mutuo soportarse, divorcios, separaciones…; abandono de los abuelos en lugares donde «se les cuidará mejor que en la familia», despego de los hijos hacia los padres y viceversa…); sino que, además, y esto resulta aún más determinante, en nuestros días parece haberse perdido el sentido mismo del amor, lo que significa en su acepción más alta y auténtica. 

No se sabe lo que es amar. El propio término ha sido desvirtuado, cuando no prostituido. Hoy, aquello que se designa con el vocablo «amor» tiene a menudo como punto de referencia una suerte de sentimentalismo o emotivismo difuso y blando, incapaz de colmar siquiera las nobles ansias de un adolescente, o la pura biología, como en la envilecida y desgraciada frase de «hacer el amor»… tan lejana de su significado primitivo de conquistar a una persona o hacerle noblemente la corte, o del maravilloso y más profundo de edificar juntos y a diario —por ejemplo, en el matrimonio— el amor de toda una vida.

ii) Semejante olvido de lo que significa amar compone sin duda uno de los males de fondo de nuestra cultura. Por eso, si aspiramos a construir la civilización del amor a la que nos impelen desde hace lustros las instancias más autorizadas, hemos de empezar por elevar la categoría humana del conjunto de la sociedad, aprendiendo nosotros mismos y cada uno de los restantes miembros, en la teoría y en la práctica, lo que significa amar. 

Todos habremos de tener claro que, lejos de difuminarse en esos efluvios sentimentaloides a los que antes me refería, lejos de consistir tan sólo en una función de pura fisiología o incluso de mera «química» (que sin duda intervienen a menudo), lejos de reducirse a un mero estímulo para el placer o la autorrealización egocéntrica —en una suerte de «egoísmo a dos» aparentemente compartido—, el amor está esencial aunque no exclusivamente constituido por un acto de la voluntad, recio y estable, que pone en fecunda tensión a la persona entera y gracias al cual se descubre, elige, persigue y realiza el bien del ser querido.

Para iniciar el esclarecimiento del magno y asombroso misterio del amor, acudiré a la escueta descripción que Aristóteles estampó en su Retórica. Nos dice allí el filósofo griego que amar es «querer el bien para otro en cuanto otro». Tres elementos compondrían, pues, la realidad que andamos buscando: a) querer; b) el bien; c) para otro (en cuanto otro). Un ligero comentario de cada uno de estos componentes nos situará en la vía adecuada para penetrar en la naturaleza del amor.

1. Querer

a) La voluntad… y algo más

i) Cuando Aristóteles describe el amor como «querer» está intentando dejar claro que el nervio o columna vertebral de la actividad amorosa se asienta en la voluntad. 

Nosotros sabemos que el amor no se agota ahí, que, en sentido fuerte y hondo, se ama con toda nuestra persona: 

a) desde los actos más trascendentales, como la oración y el sacrificio por el ser querido o el diseño conjunto y progresivo de lo que va a ser un proyecto de vida conyugal y familiar, 

b) pasando por los sentimientos y afectos en los que resuena y se exterioriza nuestro cariño, 

c) hasta las cuestiones más menudas y en apariencia intrascendentes, como el empeño por mostrarse elegantes y atractivos (¡él! y ella, ella y él!), el esfuerzo de la sonrisa obsequiosa, la caricia o la mirada de cariño aun en los momentos de cansancio o nerviosismo o desaliento, o los pequeños detalles que hacen más jugosos y entrañables el retorno y descanso en el hogar, iluminan la vida cotidiana con destellos fulgurantes de entrega, encarnan y dan vida a la íntima y escondida dedicación de los padres a cada hijo o de los hermanos y amigos entre sí. 

Amamos con todo lo que somos, sabemos, sentimos, podemos, hacemos, tenemos y anhelamos (¡también con nuestros ideales, por tanto!). Absolutamente con todo. En semejante sentido, amar consiste en volcar nuestro entero ser en apoyo y promoción del ser querido.

Pero, siendo tal y tan inabarcable la amplitud del amor, no es menos cierto que ese repertorio cuasi infinito de actividades —la palabra o el silencio comprensivos, el trabajo arriscado o la generosa disponibilidad hacia los hijos o amigos cuando andamos muy escasos de tiempo, la puesta a punto de la propia imagen o la de la casa, con minucias a menudo casi desapercibidas pero siempre indispensables…— sólo se transforma en amor cabal, sincero y probado en la medida en que todas ellas se encuentran pilotadas y como envueltas o sumergidas en una operación de la voluntad (el querer) que busca de manera noble, franca y resuelta el bien de la persona a quien se estima. 

ii) Amar, querer. Se trata de palabras y realidades clave. Pues el amor no se identifica con esos «me gusta», «me atrae», «me apetece», «me interesa», «me apasiona»… con los que tantos de nuestros contemporáneos, jóvenes y no tan jóvenes, pretenden justificar su comportamiento, y que en fin de cuentas, si se los considera aislados y se los absolutiza, resultan más propios de los animales que del hombre. 

Los animales se mueven, efectivamente, por atracción-repulsión, por instintos; buscan su bien, angosto, puntiforme y exclusivo, de una manera cuasi automática, que refleja mediante el gusto o el rechazo el hecho de que aquello de que se trata les es por naturaleza (a ellos o a su especie en cuanto suya) beneficioso o dañino. 

Magis aguntur quam agunt, explicaba el viejo Tomás de Aquino: más que moverse, son movidos, más que hacer, son hechos hacer. 

El hombre no. El hombre trasciende las simples necesidades biológicas, y es capaz de realizar acciones que no resultan en absoluto explicables desde el punto de vista de su propia conservación física. El hombre, por expresarlo de algún modo, puede poner entre paréntesis sus instintos (mejor sería decir sus tendencias), y querer y realizar una acción en sí misma buena, por más que a él no le atraiga, le apetezca o le interese… e incluso le desagrade y repugne; o, al contrario, no quererla ni llevarla a cabo aunque se esté muriendo de ganas por realizarla, si advierte que ese acto no contribuye al bien de los otros. 

Uno de los hechos que mejor pone de manifiesto la superioridad de la persona humana sobre los animales —distancia infinitamente infinita, según Pascal— es que, dejando aparte sus gustos y apetencias cuando las circunstancias lo exijan, puede conjugar en primera persona el yo quiero o, en su caso, el no quiero, dotado a veces de mucha mayor enjundia antropológica y ética.

Así lo expone Marías: «Cuando niego que el amor sea un sentimiento, lo que me parece un grave error, quizá el más difundido, no niego la importancia enorme de los sentimientos, incluso de los amorosos, que acompañan al amor y son algo así como el séquito de su realidad misma, que acontece en niveles más hondos» [2]: los de la voluntad.

También lo ha explicado ampliamente, con matices que ahora no puedo recoger, San Josemaría Escrivá. Me limito a citar uno de los textos más significativos. Tras dejar claro que «no se confunde con una postura sentimental» [3], se pregunta directamente en qué consiste el amor humano. Y responde: «La Sagrada Escritura habla de dilectio, para que se entienda bien que no se refiere sólo al afecto sensible. Expresa más bien una determinación firme de la voluntad. Dilectio deriva de electio, de elegir. Yo añadiría que amar en cristiano significa querer querer…» [4].

b) Querer querer

Podría hablarse, comentando sucintamente lo expuesto, de un escalonamiento en tres pasos hasta alcanzar la sustancia más pura del amor. 

1) El primero, negar que se trate de un simple sentimiento, de un afecto sensible, aunque en ningún caso tenga por qué excluirlo. 

2) A continuación, resaltar su carácter eminentemente activo, calificándolo como determinación firme de la voluntad. 

3) Por fin, potenciar esa índole activa mediante la que en ocasiones he llamado la mayor prerrogativa del ser humano desde el punto de vista operativo: la reflexividad de la voluntad, capaz de liberar energías volitivas prácticamente infinitas. En la cita se habla de querer querer, pero su autor ha comentado otras veces que la posibilidad de reduplicación no es solo una: cabe también querer querer querer, y querer querer querer querer… y así hasta alcanzar el objetivo buscado [5].

Amar: querer, querer querer… Y es que el hombre rebasa infinitamente al animal justo mediante el querer con que, suscitándolos, reforzándolos o contrariándolos, según convenga, supera y excede los meros deseos, pasiones y afectos. Querer es, pues, un acto exquisitamente humano, tal vez el más humano que quepa llevar a término. Es un acto libre y, por tanto, inteligente: sapientísimo; decidido, rompedor y vibrante, fuente de iniciativas creadoras y por eso liberador y sorprendente y en ocasiones apabullante, muchas veces esforzado, y siempre desprendido, generoso, altruista, liberal…

2. Querer «el bien»

a) Enseñar y facilitar el amor

i) Así expresado, parecería que este segundo momento es el más evidente y el que menos problemas teóricos, e incluso prácticos, plantea: nadie dudaría en principio de que una madre o un padre de familia normales quieren lo mejor para sus hijos. No obstante, en concreto, cuando tales padres intentan determinar lo que conviene a ese chico en unas circunstancia particulares, la solución se torna ya más complicada. ¿Qué es realmente lo bueno, en este caso, para él? 

Muy pronto estudiaremos con detenimiento la cuestión. Apunto por ahora dos requisitos concatenados en la búsqueda y oferta del auténtico bien. 

1) En primer término, que semejante bien lo sea para la persona a quien se le brinda: y no, a través de un autoengaño más o menos consciente y hoy bastante difundido, para el padre o la madre de nuestro ejemplo, que, más que favorecer al muchacho, persiguen en realidad que los deje en paz, evitar un enfrentamiento, ahorrarse un disgusto, proyectar su propia vida sobre el chico o beneficios por el estilo. 

2) En segundo lugar, y casi como corolario o explicitación del anterior, lo que se exige a la hora de querer a alguien es que el bien que se le ofrece resulte un bien real, objetivo: es decir, algo que lo mejore, que haga del ser amado una persona más cabal, más cumplida, más plena y enteriza; algo que lo acerque, de una u otra manera, a su destino terminal de amor en los demás y en Dios. 

Por tanto, en última y definitiva instancia, lo que debe procurarse para aquel a quien se ama es que, a través y por medio de nuestras intervenciones y dádivas, entre las que ocupa un puesto principal el ejercicio del propio entendimiento para conocerlo a fondo y descubrir lo que más le conviene, aprenda a querer de manera más sincera, profunda, intensa y eficaz. Se establece así una suerte de «círculo virtuoso», merced al cual, cuando alguien quiere de verdad a otra persona, lo que tiene que procurar por todos los medios es que ésta, a su vez, vaya queriendo más y mejor. 

ii) De entrada podría resultar extraño o incluso contradictorio, pero, curiosamente, y en fin de cuentas, amar equivale a enseñar a amar y —añado ahora— a facilitar el amor.

Por eso, el mejor modo de querer al propio marido o a la propia esposa es ser uno muy amable, en el sentido más certero y penetrante de esta palabra: o, lo que es lo mismo, facilitar el amor al otro cónyuge. Hacer sencillo y agradable el que pueda quererme. Recibir sin trabas su cariño, no poner barreras que impidan que su entrega, sus definitivos deseos de unirse a mí, alcancen su meta. 

Por ejemplo, a la hora de la reconciliación, después de una pequeña trifulca, no enquistarse en la propia posición, sino salir abiertamente al encuentro del otro, tornarse accesible y dispuesto a que deposite en uno su afecto, y corresponder con la misma delicadeza… o, mejor, adelantarse, pidiendo perdón [6].

E igual en las condiciones más normales del trato cotidiano con el cónyuge y entre los restantes componentes de la familia y demás amigos y conocidos. En todas esas circunstancias, facilitamos el amor cuando nos mostramos francos, disponibles y cercanos: lo cual suele equivaler, en positivo, a estar pendiente del otro; o, lo que es casi lo mismo, a no resultar hoscos, esquivos, distantes… por encontrarnos encerrados en los propios problemas y ocupaciones o enrocados en los presuntos y orgullosos derechos del yo: en «lo mío… en cuanto mío».

De manera un tanto negativa, y con el dramatismo tan de su estilo, lo afirmó Bécquer: «Asomaba a sus ojos una lágrima / y a mi labio una frase de perdón; / habló el orgullo y enjugó su llanto, / y la frase en mis labios expiró. // Yo voy por un camino, ella por otro; / pero al pensar en nuestro mutuo amor, / yo digo aún: "¿Por qué callé aquel día?", / y ella dirá: "¿Por qué no lloré yo?"» [7].

Y de forma más positiva, con palabras a primera vista algo complicadas, pero muy sugerentes en cuanto se las lea con detenimiento, lo expone Jean Guitton: «Lo que el amor tiene de admirable es que el servicio que nos hacemos nosotros mismos al amar, se lo hacemos también al otro amándolo; más aún, se lo hacemos por segunda vez dejándonos amar» [8].

b) La brújula de todo acto educativo

Facilitar el amor como modo sublime y supremo de amar: he aquí una conclusión verdaderamente reveladora. A la que cabe añadir otra, de no menos relieve, afirmando sin peligro y sin temor a ser declarados ingenuos que el fin de toda educación consiste en enseñar a querer a la persona a la que se forma: hacer de ella alguien más enérgica y decididamente interesado por el bien de los demás que por el suyo propio. 

Por eso, en cada circunstancia educativa o de orientación, a la hora de tomar o insinuar una decisión más o menos complicada, la pregunta que debe hacerse el educador será siempre: «esto que le sugiero o prohíbo, el modo como lo hago, el grado de libertad que le concedo para oponerse a mi opinión o, al menos, manifestar la suya…, ¿propiciará que esa persona quiera más y mejor a los otros, o, por el contrario, la incitará a encerrarse en sí misma, en su bien abreviado y egoísta?». La respuesta a estos interrogantes —que nunca podrá alcanzarse sin una intervención perspicaz y comprometida de todos los recursos de nuestro conocimiento teórico y nuestra experiencia de vida— indicará, la práctica totalidad de las veces, cuál ha de ser el tenor de nuestras intervenciones.

Unos padres, pongo por caso, pueden albergar serias dudas sobre la conveniencia de enviar o no a la hija adolescente a Inglaterra o a Estados Unidos para que perfeccione sus conocimientos de inglés. 

Los anima, por un lado, la imperiosa necesidad, hoy día, de conocer este idioma. Pero temen los peligros de soledad, de desadaptación y desorientación incluso notables que una estancia fuera de casa podría provocar, y más a esas edades. 

Mas, aunque lo que acabo de mencionar pueda también tener sus efectos positivos de maduración, la cuestión decisiva es otra. 

Por un lado, superando ciertos tic impuestos subrepticiamente en nuestros tiempos, deben tener muy claro que casi cualquier idioma extranjero puede hoy aprenderse en el propio territorio, sin necesidad de trasladarse a alguno de los que hablan esa lengua; y que el hecho de visitar el país nativo, moda casi irresistible, no asegura sin más ese aprendizaje, sobre todo a determinadas edades. 

Por otro y más esencial, han de formularse el interrogante clave: en la situación anímica y de madurez en que se encuentran mis hijos o mis hijas, la estancia por un cierto tiempo en el extranjero ¿los ayudará a sazonar, a crecer en su capacidad de amar, o, por el contrario, puede introducir en su desarrollo una contrahechura que retrase en muchos años su adelantamiento como persona? 

Es esa la pregunta del millón, y la que los padres, acudiendo a todos los resortes de su propia inteligencia acrecentados por el cariño, y pidiendo consejo a quienes sepan sensatos y expertos en el asunto, deben resolver antes de tomar una decisión al respecto.

(He elegido este supuesto precisamente porque la respuesta no se encuentra en absoluto dada de antemano y las opiniones se dividirán con toda probabilidad, defendiendo cada cual la suya con ahínco y convicción. De esta suerte queda más claro que, en situaciones por el estilo, lo decisivo no es tanto lo que se hace, sino el motivo de fondo que impulsa a obrar así y las repercusiones que semejante conducta lleva consigo).

3. Querer el bien para otro… en cuanto otro

En esta reduplicación, «en cuanto otro», reposa la clave del genuino amor. En efecto, amar, en su concepción más preclara y certera, es perseguir el bien del otro no por mí, sino por él. 

Esto es: no por el beneficio más o menos material que esa amistad pudiera proporcionarme: desde una subida en el escalafón hasta el introducirme en un ámbito social que favorece mi propio progreso o la oportunidad de conseguir para un hijo o un conocido un buen puesto de trabajo… 

Ni tampoco por la satisfacción, de armónicos sabrosísimos y hoy poco experimentados, que el trato con los auténticos amigos reporta; ni siquiera porque así y sólo así, aquilatando la calidad de mis amores, me torno yo mejor persona, acrisolo mi propia calidad humana y me acerco a la perfección y dicha… Ni siquiera por eso (aunque no deba rechazarse, pues resultaría inhumano, pero tampoco proponerlo como fin expreso y primordial). 

Únicamente por él, por aquel a quien se quiere, y por una razón muy clara: porque es persona y, sólo por tal motivo, merecedora de amor; o, si se prefiere, pues viene a ser lo mismo, porque Dios lo ha destinado a mantener con Él un coloquio de afecto apasionado por toda la eternidad, entregándole, justo a través del amor recíproco e inteligente, el más inmenso de los Bienes: Él mismo. 

¿Y quién soy yo para enmendar la plana al propio Dios?

Notas

[1] Kierkegaard, Søren, Los actos del amor, tr. italiana a cargo de Cornelio Fabro, Rusconi, Milán 1984, p. 148.

[2] Marías, Julián, La educación sentimental, Alianza Editorial, Madrid 1992, p. 26.

[3] Escrivá de Balaguer, San Josemaría, Amigos de Dios, Rialp, Madrid, núm. 230.

[4] Escrivá de Balaguer, San Josemaría, Amigos de Dios, Rialp, Madrid, núm. 231.

[5] En el texto, que me he limitado casi a transcribir, no puede pasarse por alto que el querer querer resulte calificado como el modo de amar en cristiano. Entre las muchas interpretaciones, aventuro dos, en absoluto incompatibles: a) ese «querer querer» —el autor ha hablado en otras ocasiones de «deseos de tener deseos»— manifiesta por un lado la absoluta incapacidad de la criatura, sobre todo tras el pecado original, y llama por eso en su auxilio al Dios que todo lo puede; b) simultáneamente, en relación al ámbito natural, la elevación al orden de la gracia multiplica el vigor y la capacidad de obrar de la voluntad… en el modo que a esta le es propio: incrementando o poniendo en juego su reflexividad: el querer-querer.

[6] Me permito remitir, para este extremo, a Melendo, Tomás, Un seguro de vida para el matrimonio, en Escritos Arvo, año XXIII, núm. 237, septiembre de 2003, y Melendo, Tomás, San Josemaría Escrivá y la familia, Rialp, Madrid 2003, pp. 85-95.

[7] Bécquer, Gustavo Adolfo, Rimas, XXX.

[8] Guitton, Jean, Ensayo sobre el amor humano, Ed. Sudamericana, Buenos Aires 1968, p. 74.

El Prof. Tomás Melendo es Catedrático de Filosofía (Metafísica). Director Académico de los Estudios Universitarios sobre la familia. Universidad de Málaga Para una exposición complementaria y mucho más amplia de este asunto, cfr. T. Melendo, Ocho lecciones sobre el amor humano, Rialp, Madrid, 4ª ed. 2001.

 
 Fuente:

almudi.org

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