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Comprender el amor. II: Corroborar en el ser.
Autor
 Tomás Melendo

 

Sumario

1. Que exista: a) Decir que sí; b) Y decirlo de manera absoluta.- 2. Comprobación positiva: a) «Quando m’imnamoro…»; b) Los defectos del cónyuge; c) Nuestra propia mejora.- 3. Comprobación negativa: a) Amar es decir: «no morirás»; b) Una fractura en el ser


Sugería antes que el núcleo de este escrito consistiría en esclarecer la siguiente pregunta: ¿cuál debe ser el bien querido y perseguido para el amado?, ¿cómo se concreta, en definitiva, el amor al otro, a los demás? A la hora de iniciar una respuesta, dos caminos se abren ante nosotros: el del análisis y el de la síntesis. 

i) Si nos introducimos por el primero, el de la descripción fotográfica y pormenorizada de los beneficios que hemos de proporcionar a los seres queridos, el sendero se tornará infinito; pues, en efecto, para las personas que estimo, y en la medida en que estén a mi alcance, debo procurar todos los bienes que les aprovechen. Aunque con una condición: que se trate de ayudas reales, objetivas, capaces de perfeccionar de veras a aquellos a quienes las entrego. Pero, entonces, nuestra tarea deviene inacabable: el número de esos bienes no tiene límite. Pues, ¿por qué razón habría yo de abstenerme de facilitar una ventaja a mi mujer, a mis hijos, a mis amigos más íntimos, a mis vecinos, incluso a mis simples conocidos… siempre que ese apoyo esté en mi mano y contribuya de alguna manera a su mejora o perfeccionamiento? De suerte, como decía, que embocar esta vereda nos introduce en un callejón, no sin salida, sino sin término. En lo que los clásicos llamaban una aporía.

ii) Probemos, pues, la otra vía, la de la síntesis. Y, entonces, la cuestión se simplifica. 

Podremos afirmar que todos los bienes del ser querido se reducen, en fin de cuentas, a dos: que esa persona sea, que exista, y que sea buena, que vaya alcanzando su plenitud como persona, su perfección (y, con ella, lo que hoy llamamos felicidad o dicha). Si lo pensamos despacio, todo lo que de auténticamente beneficioso podríamos anhelar para alguien se engloba en estos dos propósitos capitales: ser y ser bueno (y cuanto contribuya a alcanzar esos objetivos, en la misma medida en que lo haga).

1. Que exista 

a) Decir que sí

i) Como ya he apuntado, amar a una persona es, en su substancia más íntima, confirmarla, decirle que sí, no tanto con palabras, cuanto con la vida entera. 

Amar es apuntalar con todo nuestro ser —entendimiento, voluntad, afectividad, actitudes, habilidades, posesiones, capacidad de entrega y servicio…— el ser de la persona a la que queremos: derramar, volcar cuanto somos, sentimos, podemos, anhelamos y tenemos en apoyo de quien amamos, con el fin de que éste se despliegue y desarrolle hasta su culmen perfectivo.

La cuestión viene de antiguo, al menos desde la época de Aristóteles. Pero, en nuestros tiempos, quizás sea Josef Pieper el que con más determinación ha puesto de relieve lo siguiente: cuando nos enamoramos —o seguimos más y más enamorados, que tal es el destino del matrimonio— lo primero que surge en uno son sentimientos de este estilo: ¡es maravilloso que existas!, ¡yo quiero, con todas las veras de mi alma, que tú existas!, ¡qué maravilla, qué gozada, qué acierto, el que hayas sido creado o creada!

Así enfocada la cosa, amar vendría a consistir, en ultima instancia, se sepa o no, en «aplaudir a Dios». Decirle: «con éste, o con ésta, sí que te has lucido»; «ahora sí que has demostrado lo que vales»; «¡bien, enhorabuena, chapeaux!». 

Lo que, con expresión más culta, eternizó Bécquer con su «hoy la he visto, la he visto y me ha mirado, ¡hoy creo en Dios!». 

(Y por eso el amor, cuando es de ley, acerca siempre a Dios, incluso cuando uno no tenga conciencia de ello y ni siquiera de la existencia del Amor infinito: Dios siempre alienta, y eso es en definitiva lo importante, aun cuando yo lo desconozca).

ii) Por otra parte, la confirmación en el ser generada por el amor no se configura como una veleidad, una suerte de deseo inconsistente: muy al contrario, de manera similar a lo que sucede en el acto creador, el amor entre seres humanos tiene como principal efecto hacer realmente real (para el que ama) a la persona querida; conseguir que, para mí, exista de veras. 

Aunque esta afirmación resulte de entrada un tanto abstrusa, no es difícil de ilustrar mediante un ejemplo: bastantes de nosotros, cuando damos un paseo o hacemos un viaje, cuando nos trasladamos de un lugar a otro o acudimos a un espectáculo o a una reunión, nos cruzamos con cientos e incluso miles de personas de las que no podremos decir nada en absoluto, a las que ni siquiera seríamos capaces de reconocer más tarde, y que en nada han influido ni influirán en nuestro comportamiento: ninguna de ellas existe para nosotros. 

Por el contrario, cuando entro en casa o en mi lugar de trabajo, cuando me reúno con el grupo de amigos, a los que sí aprecio, todos existen para mí, despiertan sentimientos y reflexiones, me instan a ocuparme de ellos, modifican mi conducta… que es la manifestación más clara de la presencia real y consecuente del otro ante mí. En otras palabras, me llevan a estar en los detalles materiales y espirituales que hagan más gozosa y fecunda sus vidas… porque sí que los advierto como reales.

La idea ha sido egregiamente expresada por Juan Ramón Jiménez, con unos acentos que no sólo componen un insigne canto a la dignidad de cualquier existencia humana, sino toda una grandiosa exaltación de la maternidad: «Siempre que volvíamos por la calle de San José —se lee en Platero y yo— estaba el niño tonto a la puerta de su casa, sentado en su sillita, mirando el pasar de los otros. Era uno de esos pobres niños a quienes no llega nunca el don de la palabra ni el regalo de la gracia; niño alegre él y triste de ver; todo para su madre, nada para los demás» [9]. 

Estas últimas palabras subrayan la colosal realidad de que para una madre, como para cualquiera que ama de veras, el hijo, hermano o amigo constituye en efecto su todo, lo que avalora y hace ser al resto del universo. Y que ese todo no es exclusivo de uno sólo de los hijos, o del marido, sino que cada uno de los seres a quienes íntimamente se estima, en fuerza del afecto y sin que en ello haya contradicción, compone el todo para la esposa y madre enamorada.

iii) Confirmar en el ser, por tanto, hacer del sujeto querido alguien realmente real. La cuestión se tornará más evidente en cuanto volvamos la oración por pasiva. Lo contrario del amor, al que se encuentra aparejada la vida, son la indiferencia y el odio —en su sentido más sobrio y menos emotivo y visceral—, con el que va unida la muerte. 

Pues bien, cuando alguien no sólo no ama, sino que odia, y odia en serio, lo que pretende en última instancia, y con más o menos conciencia, es eliminar el ser de lo no-querido: 

1º) suprimirlo en cuanto otro, valorándolo sólo en la medida en que sirve a mis propios gustos, pasiones o intereses, configurándolo, en certera expresión de Delibes, como un apéndice de nuestro egoísmo, una prótesis del propio yo; o 

2º) anularlo de forma radical, arrojándolo fuera del conjunto de los existentes o impidiendo que llegue a entrar en el festín de la vida (eutanasia, aborto, contraceptivos, terrorismo, genocidios, fobias racistas o de otro tipo, violencia en general…). 

Y cuando es toda una civilización la que, por una excesiva y a veces neurótica atención de cada uno de sus miembros a sí mismo y a lo suyo, se encuentra de algún modo dominada por el desamor, no debe extrañarnos que dé a luz a una auténtica cultura del desinterés, del egoísmo, y, si se me apura, como se nos recuerda con frecuencia, incluso de la muerte.

b) Y decirlo de manera absoluta

Pero, volviendo a las dimensiones afirmativas, el amor intachable, acreditado, no sólo confirma o corrobora en el ser a quien ama, sino que lo hace con tal franqueza y radicalidad, que aquel que nos enamora nos resulta imprescindible —sin que se establezca por ello una malsana dependencia psíquica—… para todo: desde lo más menudo y en apariencia intrascendente hasta el conjunto del universo (y también en este sentido se configura como nuestro todo). 

Esta vez ha sido Ortega quien lo ha expuesto con maestría, en el párrafo que sigue de sus Estudios sobre el amor: «Amar a una persona es estar empeñado en que exista; no admitir, en lo que depende de uno, la posibilidad de un universo donde aquella persona esté ausente» [10].

A raíz de lo cual, cabría formularse un interrogante práctico, de enorme calado existencial. Sobre todo a los esposos (y a su manera a los novios), podría preguntárseles: ¿eres capaz de concebir la vida sin tu cónyuge?; ¿te ves a ti mismo funcionando con relativa normalidad si él o ella faltan? 

No se trata de que si por desgracia tiene lugar el tránsito del marido o la mujer, uno no se rehaga, con la ayuda de Dios y de las restantes personas que le quieren y arropan; sino si ahora mismo, en este preciso instante, te sientes capaz de seguir viviendo eliminado de tu entorno aquel a quien dices amar con locura, si te imaginas sin él. Porque si la respuesta fuere afirmativa, cabría intuir que ese amor no ha madurado todo lo que sería de desear. 

(A este respecto, me contaba emocionado un amigo de más que mediana edad: «después de muchos años de convivencia y de trabajo esforzado para sacar adelante sin suficientes recursos a una familia numerosa, mi madre se puso enferma de cierta gravedad; tuvimos que trasladarla desde donde vivíamos a una ciudad lejana pero importante, donde fue intervenida; durante la operación, sentado en una banqueta en medio del pasillo, vi por primera y última vez en mi vida a mi padre —un metro noventa y más de cien quilos de peso— llorando, desconsolado, a lágrima viva; intenté mitigar su dolor, y sólo logré escuchar una y otra vez de sus labios temblorosos y estremecidos: "pero yo, ¿qué voy a hacer sin tu madre?, ¿qué va a ser de mí si se me muere?"». 

No es un hecho infrecuente. Pero la emoción de mi amigo, bastantes lustros después de que ocurriera el suceso, me transmitía con fuerza incomparablemente más viva de lo que puedo exponer la realidad que con la anécdota intento iluminar). 

2. Comprobación positiva

Cuanto vengo exponiendo presenta dos claras corroboraciones: una afirmativa y otra, por el contrario, negativa. Vayamos con la primera, con la comprobación gozosa. 

a) «Quando m’imnamoro…»

Se da, de una forma paladina, en el enamoramiento: cuando uno se enamora —o, cuando después de veinticinco, treinta o más años de unión matrimonial sigue incrementando su amor apasionado— no sólo es que el ser querido resulte maravilloso, excepcional, sino que el conjunto todo de cuanto le rodea y existe resplandece con una luz nueva, con un esplendor, con unos armónicos… absolutamente desconocidos fuera de la condición de enamorado. 

Y aquí podrían recordarse un sinnúmero de poemas y canciones que manifiestan intuitivamente el brillo particular de la entera naturaleza como consecuencia de la transformación que el enamorado experimenta al hilo de su amor. Como, por citar tan sólo una, la siguiente afirmación de Lucrecio: «sin ti nada nace a la clara luz del día, ni hay cosa alguna jocunda ni amable» [11].

Pero también cabe reflexionar sobre el hecho.

No hace demasiado tiempo, en un trabajo especializado cuyo tema era la belleza, llegué a la conclusión de que ésta podía definirse como «el ser llevado a plenitud y hecho presencia». 

Y hacía ver, de acuerdo con la tesis más clásica de la historia de Occidente, que semejante plenitud requiere la integridad; que una obra (artísticamente) inacabada difícilmente es bella; y que, por el contrario, lo que conocemos como toque maestro, ese detalle final propio del genio, es capaz de transformar un trabajo incluso mediocre por inconcluso en un prodigio de hermosura. 

Pues bien, el ser querido es como el toque genial del propio cosmos: el que lo completa, me lo acerca, y hace que todo él reverbere con un vigor y una intensidad, con unos resplandores y centelleos… que unos momentos antes de enamorarnos resultaban imposibles de atisbar. Cuando el amor hace presa en nosotros, todo se transfigura y transmuta, incrementa su categoría, manifiesta su radiante brillantez.

En relación con la vida matrimonial, lo ha expresado certeramente Rafael Morales: «Yo estaba junto a ti. Calladamente / se abrasaba el paisaje en el ocaso / y era de fuego el corazón del mundo / en el silencio cálido del campo. // Un no sé qué secreto, sordo, ciego, / me colmaba de amor; yo ensimismado, / estaba fijo en ti, no comprendiendo / el profundo misterio de tus labios. // Puse mi boca en su insistencia pura / con un temblor casi de luz, de pájaro, / y vi el paisaje convertirse en ala / y arder mi frente contra el cielo alto. // ¡Ay, locura de amor!, ya todo estaba / en vuelo y en caricia transformado… / Todo era bello, venturoso, abierto… / y el aire ya tornóse casi humano» [12].

También resultan reveladoras estas palabras de Francesco Alberoni, en un libro un tanto desigual, como casi todos los suyos, pero con pasajes en extremo logrados: cuando el amor se aposenta en nosotros, viene a decir, «toda nuestra vida física y sensorial se dilata, se hace más intensa; sentimos olores que no sentíamos, percibimos colores, luces que no veíamos habitualmente, y también se amplía nuestra vida intelectual porque descubrimos relaciones que antes creíamos opacas. Un gesto, una mirada, un movimiento de la persona amada nos habla hasta lo más íntimo, nos habla de ella, de su pasado, de cuando era un niño o una niña; comprendemos sus sentimientos, comprendemos los nuestros. En los otros y en nosotros mismos intuimos de pronto lo sincero y lo que no lo es y sólo porque nos hemos vuelto sinceros». 

Experimentamos entonces deseos «de estar en el cuerpo del otro, un vivirse y un ser vivido por él en una fusión corpórea, que se prolonga como ternura por las debilidades del amado, sus ingenuidades, sus defectos, sus imperfecciones. Entonces logramos amar hasta una herida de él transfigurada por la dulzura» [13].

b) Los defectos del cónyuge

Aunque en otro artículo vuelva quizá sobre el asunto, no estarán de más un par de reflexiones en torno a los defectos del ser querido. En concreto, de los del cónyuge. 

Medio en broma medio en serio, me apuntaba un amigo que con ellos ocurre algo bien curioso. 

1º) Durante la época de noviazgo, podemos llegar al convencimiento (o, más bien, «partir» de y mantenernos en la convicción) de que tales carencias no existen en la persona amada: y no porque haga ningún tipo de esfuerzo particular para ocultarlas o simplemente las disimule; sino porque los ratos en que pasamos juntos son los mejores del día, nos encontramos especialmente relajados y llenos de júbilo y, movidos por auténtico cariño, mostramos a quien queremos, justo para hacerlo feliz, nuestra faz más amable. 

2º) Más adelante —me comentaba con gracia—, esos defectos se nos muestran con toda su crudeza, tercos y mostrencos. Y como no los habíamos advertido en los meses previos al matrimonio, como nos desconciertan y tienden a desfigurar la imagen un tanto idílica que nos habíamos forjado, y como a nosotros nos resulta tan fácil evitarlos —porque no son «los nuestros», los que realmente nos parecen imposible de superar—, podemos incluso concluir, pasando al extremo contrario, que nuestro cónyuge obra de esa manera improcedente precisamente para molestarnos. 

3º) Aunque en el fondo constituya una verdad de Perogrullo, a menudo no advertimos que los únicos defectos que a cada uno nos suponen esfuerzo y lucha son los nuestros; y estos se nos presentan como insuperables y fácilmente los disculpamos. 

Por el contrario, los de los demás, si no coinciden con los propios, nos parecen sencillísimos de suprimir: de ahí que, en cuanto nos descuidamos, los califiquemos como manías, chiquilladas o, según apuntaba, como una manera especialmente hiriente e inoportuna utilizada por quienes nos rodean para hacernos la vida imposible…).

4º) Volviendo al itinerario normal de un matrimonio, con el tiempo, sobre todo cuando se continúa alimentando y crece el auténtico cariño, las aguas vuelven a su cauce o, más bien, se adentran por la vías definitivas. Marido y mujer, movidos por un amor más templado y de más quilates, luchan efectivamente por evitar todo aquello que pudiera perturbar la paz y la armonía familiar; no cambian, porque esto es muy difícil entre los seres humanos, pero mejoran: buscan los medios de hacer que aquellos detalles que en buena medida no pueden soslayar, se tornen para el otro cónyuge menos gravosos. Y ese empeño denodado por complacernos, a la vista de su congénita fragilidad, provoca en el otro componente del matrimonio auténtica ternura. 

Entonces —como se nos acaba de decir— logramos amar hasta una herida de él transformada por la dulzura.

Y esa nueva visión del ser amado, más realista y mucho más cordial, sigue transfigurando el universo y el conjunto de acontecimientos de la vida dentro y fuera del hogar, que se nos tornan cercanos y familiares, también ellos afectados por déficits cuya principal misión acaba por ser la de realzar, por contraste, la bondad y la belleza constitutivas de todo cuanto existe: luces que no pueden sino proyectar también sus sombras.

c) Nuestra propia mejora

Pero no sólo se pule, acrisola y acrece aquello que nos rodea y, muy en particular, el ser a quien queremos. El embellecimiento es total. Por tanto, también nos completamos nosotros, cambiamos de clave, de calidad. 

«Un buen día —asegura el doctor Carnot en un libro dirigido a adolescentes—, sin saber por qué, está uno alegre, se siente mejor. Todo parece más amable en derredor. Se tienen ganas de reír y de cantar, de caminar a grandes pasos a través de las calles. Se está mejor dispuesto para el trabajo. Al mismo tiempo, descubrimos en nosotros mismos una fuerza desconocida que nos empuja al deseo de realizar algo grande. Tenemos necesidad de salir de nosotros mismos, de abrirnos. Nos volvemos más cordiales, más generosos, más entusiastas, más benévolos para con todo el mundo. ¡Ha nacido el amor!» [14].

Acaso estas palabras adolezcan de un tono en exceso sentimental o aparentemente hiperbólico. Pero lo que dicen no es una simple metáfora. Una de las verdades más profundas de la antropología de todos los tiempos, y en la que han insistido los mejores de nuestros contemporáneos, es que el amor nos perfecciona, que nos hace crecer hasta límites pocas veces sospechados. Más aún, como suelo repetir por activa y por pasiva, sólo el amor inteligente es capaz de mejorar al hombre, no desde puntos de vistas sectoriales —profesión, aptitudes, capacidades físicas, imagen…—, sino justo en cuanto persona.

Con expresiones de un excelente psiquiatra contemporáneo: «Por el amor el ser humano recibe su cualificación definitiva: según como sea su amor se realiza en su plenitud existencial o se desnaturaliza. La disyuntiva depende de la cualidad y de la intensidad de su amor. Sólo dando y dándose es como la persona vive como persona y alcanza la plenitud de su ser libre. Se desnaturaliza si no quiere amar, si libremente comprime sobre sí mismo su capacidad de querer, determinando el vacío existencial del desamor querido» [15].

Lo que acabo de señalar ha tenido diversas manifestaciones a lo largo de la historia. A la espera de un desarrollo temático posterior, valga como botón de muestra la siguientes afirmación de Marías respecto al «amor cortés»: «El hombre va a desear y admirar ciertas condiciones en la mujer: la gentileza, la compasión, si es posible el intelletto d’amore; pero la mujer va a exigir también: cortesía, destrezas, esfuerzo, valor, sacrificio, decir cosas hermosas. Es el doble motor de la mutua perfección, que se despliega, enriquece y transforma en el Renacimiento, y se diversifica en estilos nacionales» [16].

Es lo que, como resumen de la confirmación alborozada del amor que corrobora en el ser a cuanto con él se relaciona, recogen estas nuevas palabras de Rafael Morales, que nos aseguran que todo —hombre y mundo—, tocado por el nervio alado del amor, despliega su propia energía configuradora, hasta alcanzar, de forma paulatina, su plenitud final. Nos dice el poeta: «Pero tú no eres libre, no lo eres, / hombre sin nadie, hombre que no amas; / estás solo en la tierra: nada eres, / oh, prisionero de divina ansia. // Llena de amor tus labios y tu frente / y confunde tu alma en otra alma, / y todo el cosmos girará contigo, / pleno de dicha, como inmensa ala» [17].

3. Comprobación negativa

a) Amar es decir: «no morirás»

Acabamos de examinar algunas de las verificaciones gozosas de que, en efecto, el amor tiene como cometido principal pronunciar un sí decisivo respecto a la persona del amado: confirmarla en su ser, refrendar la acción divina creadora, re-crearla.

También existen manifestaciones punzantes, dolorosas y, en ocasiones, destructivas. Y la más clara es la desaparición, la muerte del amado (o, de manera bastante similar, pero que ahora no debe ocuparnos, el amor no correspondido). 

Cuando fallece un ser verdaderamente querido —marido, esposa, hijo, novio o novia, amigo o amiga bien probados…— no sólo es que sintamos como un vacío auténtico la pérdida de ese sujeto, sino que el universo todo, que el amor había hecho resplandecer, se torna de repente, y al menos por algunos momentos, un auténtico sin-sentido, tedioso, anodino y falto de color, de hondura y de relieve. Nada de lo que nos rodea, nada de lo que hacemos y con lo que otras veces hemos gozado, tiene ahora razón de ser… Nada. Parece como si todo se desvaneciera con la persona a la que, según recuerda Agustín de Hipona, «habíamos amado… como si nunca hubiera de morir».

En este extremo, la experiencia común no puede ser más reveladora. Aunque la expresión pueda parecer un tanto irreverente, cruel e incluso blasfema, es difícil encontrar a un padre o a una madre de cinco hijos que, ante la muerte inopinada de uno de ellos, reaccione afirmando: «todavía me quedan un 80%». Muy al contrario, mil que tuvieran no bastarían para compensar el vacío desgarrador del que los ha dejado.

Por su parte, la historia y la literatura nos ofrecen multitud de testimonios en la misma línea, a la par semejantes y diversísimos. Quiero decir que los distintos intentos de explicar el amor, por más que difieran entre sí, y por más que se aparten de la versión que aquí vengo esbozando, comunican en esta propiedad concreta: en cualquiera de ellos, la falta del ser querido provoca la carencia de significado de uno mismo y sus actividades y de todo y todos los que le circundan.

Entres los clásicos, lo manifiestan estos cuatro célebres versos de Garcilaso de la Vega: «Echado está por tierra el fundamento / que mi vivir cansado sostenía. / ¡Oh cuánto bien se acaba en solo un día! / ¡Oh cuántas esperanzas lleva el viento!».

Algo similar experimentó otro poeta, éste contemporáneo. 

Según narra José Luis Cano, «en Soria, Machado se convierte en enfermero de su mujer, cuya salud es lo único que le preocupa. Tras una aparente mejoría, Leonor vuelve a agravarse, pero antes de morir, aún tiene un momento de alegría al recibir de manos de Antonio el primer ejemplar de Campos de Castilla. Pocos días después, el 1 de agosto, muere Leonor en brazos del poeta. La muerte de su esposa hunde a Machado en un dolor tan hondo que el éxito de Campos de Castilla —cuya publicación es recibida con entusiasmo por la crítica madrileña, Ortega y Azorín al frente— no logra atenuar». 

«En algún momento pensó suicidarse, según le confiesa en una carta a Juan Ramón : "Cuando perdí a mi mujer pensé pegarme un tiro. El éxito de mi libro me salvó, y no por vanidad, ¡bien lo sabe Dios!, sino porque pensé que si había en mí una fuerza útil, no tenía derecho a aniquilarla"». 

«Y en otra carta, ésta a su admirado Unamuno : "La muerte de mi mujer dejó mi espíritu desgarrado. Mi mujer era una criatura angelical, segada por la muerte cruelmente. Yo tenía adoración por ella; pero por sobre el amor está la piedad. Yo hubiera preferido mil veces morirme a verla morir, hubiera dado mil vidas por la suya. No creo que haya nada de extraordinario en este sentimiento mío. Algo inmortal hay en nosotros que quisiera morir con lo que muere. Tal vez por esto viniera Dios al mundo. Pensando en esto me consuelo algo. Tengo a veces esperanza. Una fe negativa es también absurda. Sin embargo, el golpe fue terrible y no creo haberme repuesto. Mientras luché a su lado contra lo irremediable me sostenía mi conciencia de sufrir mucho más que ella, pues ella, al fin, no pensó nunca en morirse y su enfermedad no era dolorosa. En fin, hoy vive en mí más que nunca y algunas veces creo firmemente que la he de recobrar. Paciencia y humildad"» [18].

b) Una fractura en el ser

i) Aun a riesgo de cortar por un momento el hilo del discurso, me aventuro a hacer un par de comentarios de estas palabras de Machado, enlazándolas con las que antes apuntábamos y en seguida volveremos a ver. 

Y es que, de manera no siempre expresa pero tremendamente eficaz, quienes aman de veras ponen en comunicación el núcleo más íntimo de sus respectivas realidades: al acto personal de ser. 

Lo que se ama es el ser de la persona querida… desde y con el propio ser. Y el de una y otra, por tratarse de personas, si no propiamente eternos —que es exclusivo de Dios—, son siempre inmortales. Por eso ha podido afirmarse que el amor interpersonal —el único verdadero amor— o nace eterno o es que en realidad no ha nacido. Y tal vez esa intimísima dimensión de sempiternidad, junto con la real identificación entre los amantes explique al que la pérdida del ser querido esboce e incluso incite a la disolución de nuestro ser. 

En tal impulso se manifiesta, por un lado, el tremendo —y aparente— engaño de un amor que surge para siempre y al que, con la muerte, parece faltar el objeto de sus desvelos. Y también —hasta la hipérbole machadiana de la muerte de Dios— se explica por una suerte de solidaridad entre los que se aman, que pretenden participar en el acontecimiento más escandaloso para el amor de quienes quieren: la muerte de los seres queridos.

Nada tiene de extraño, entonces, que algo semejante experimentara en el pasado siglo Simone de Beauvoir, cuya concepción del amor se sitúa casi en las antípodas de la que desarrolla este escrito. Cuando la amante de Sartre cree, equivocada, que él ha muerto a raíz de una huelga de hambre, no puede sino exclamar: «Ya no había hombres, ya no los habría nunca, y yo no sabía por qué sobrevivía absurdamente».

Y en un contexto todavía más apartado del nuestro, y dentro ahora de la narrativa de ficción —lo que, en cierto modo resulta aún más representativo de la universalidad del sentimiento—, François Sagan, con términos un tanto salvajes y casi agresivos, pone en boca de uno de sus personajes: «No pienso más que en esto», en el tiempo y en la muerte. «Pero cuando tú estás conmigo de noche; cuando tenemos calor juntos, entonces me tienen sin cuidado. Sólo entonces. Me importa un bledo morir; lo único que me da miedo es que tú mueras. Mucho más importante que cualquier cosa, que cualquier idea, tu aliento sobre mí. Como un animal, estoy en vela. Tan pronto como te despiertas, me escondo en ti, en tu conciencia; me lanzo sobre ti. Vivo de ti» [19].

ii) ¿Es esto paganismo desgarrado? Quizás en lo que expresamente sostiene, pero no en lo que subyace a esos asertos. Porque, en verdad, la radical energía que nos hace ser a cada uno proviene directamente de Dios, que nos crea y conserva amorosamente. Pero Él mismo quiere que esa fuerza primigenia también se nos transmita a través del ser de la persona amada, reflejo y participación, al cabo, del infinito Ser divino. Una vez más aquí, la absoluta dependencia respecto a Dios no elimina, sino que fundamenta, la real e inequívoca consistencia de lo creado, de modo análogo a como la gracia no suprime la naturaleza.

Y de ahí que resulten doblemente significativas las exclamaciones agustinianas que a continuación transmito. Reveladoras, de una parte, por cuanto con ellas Agustín no se refiere ni a su madre, ni a su hijo ni a su amante, sino a un chico que fue su mejor amigo, durante aproximadamente seis meses, allá por los tiempos de la adolescencia. Y, de otra, porque no sólo están escritas muchísimos años después de la pérdida de aquel muchacho, sino, por lo mismo, justo tras la conversión del santo: y el inconmensurable amor a Dios que ahora tiene no torna impuros a sus ojos los sentimientos de entonces. 

Con el tono un poco retórico que le caracteriza, San Agustín recuerda: «¡Qué terrible dolor para mi corazón! Cuanto miraba era muerte para mí: la ciudad se me hacía inaguantable, mi casa insufrible y cuanto había compartido con él se me volvía sin él crudelísimo suplicio. Lo buscaba por todas partes y no aparecía, y llegué a odiar todas las cosas, porque no lo tenían ni podían decirme como antes, cuando venía después de una ausencia: "he aquí que ya viene" [...]. Sólo el llanto me era dulce y ocupaba el lugar de mi amigo en las delicias de mi corazón [...]. Me maravillaba que la gente siguiera viviendo, muerto aquél a quien yo había amado como si nunca hubiera de morir; y más me maravillaba aún que, muerto él, siguiera yo viviendo, que era otro él. Bien dijo el poeta Horacio de su amigo que era "la mitad de su alma", porque yo sentí también, como Ovidio, que "mi alma y la suya no eran más que una en dos cuerpos"; y por eso me producía tedio el vivir, porque no quería vivir a medias, y a la vez temía quizá mi propia muerte para que no muriera del todo aquél a quien yo tanto amaba» [20].

Otro espléndido testimonio, con terminología y estructura más actuales, y pasado hoy al celuloide en Tierra de penumbras, lo ofrece Clive Staple Lewis, pocas semanas después de que falleciera su esposa. «No es verdad que esté pensando siempre en H. —explica—. El trabajo y la conversación me lo hacen imposible. Pero los ratos en que no estoy pensando en ella pueden que sean los peores. Porque entonces, aunque haya olvidado el motivo, se extiende por encima de todas las cosas una vaga sensación de falsedad, de despropósito. Como en esos sueños en que no ocurre nada terrible —ni siquiera que parezca digno de mención al contarlos a la hora del desayuno—, y sin embargo la atmósfera y el sabor del conjunto son mortíferos. Pues igual. Veo rojear las bayas del fresno silvestre y durante unos instantes no entiendo por qué precisamente ellas pueden resultar deprimentes. Oigo sonar una campana y una cierta calidad que antes tenía su tañido se ha esfumado de él. ¿Qué pasa con el mundo para que se haya vuelto tan chato, tan mezquino, para que parezca tan gastado? Y entonces caigo en la cuenta» [21].

iii) Morir. Se trata de un golpe duro, certero, que alcanza el núcleo más íntimo de la persona que ama, al menos por unos instantes… incluso cuando quien sufre tiene una fe sólida y está por completo abandonado en Dios: la gracia no suprime la naturaleza. Aunque, sin duda, esa fe y ese amor a Dios, junto con la confianza en el gozo imperecedero del ser querido, facilita enormemente el que se supere la desolación inicial. 

Es más, pienso que el destrozo provocado por la ausencia de las personas amadas sólo puede eliminarse radicalmente, después del primer e inevitable zarpazo, cuando uno está enriquecido por un amor muy cabal al otro en cuanto otro… y, de forma todavía más neta, a Dios, que engloba en Sí, de manera sublimada, todos los amores. «Más allá de la persona del cónyuge que no se puede amar —explica Gustave Thibon, con un deje de ambigüedad, puesto que quien fallece puede seguir siendo objeto de nuestro cariño en el otro mundo—, queda la persona de Dios que es amor, y lo que aborta en el tiempo, siempre puede crecer en lo eterno» [22].

La situación, en todo caso, resulta compleja. La muerte es una pérdida real, incluso para quien cree en la inmortalidad del alma y en un destino de Amor infinito en el Cielo: el propio Jesucristo, como explica y justifica Santo Tomás, sintió en cuanto hombre pavor ante ella (la pérdida de la vida corporal —explica Tomás de Aquino— resulta «naturalmente horrible a la naturaleza humana: naturaliter horribilis humanae naturae»). Y sólo en la medida en que uno ame mucho y muy de veras a Dios, y a aquel que la muerte le arrebata, verá más fácilmente atenuado el atentado contra el ser en que el morir consiste. 

Más que extenderme en explicaciones y comentarios, me limito a transcribir estas nuevas palabras de Lewis: «Y C., el pobre, me repite: "No te aflijas como los que no tienen esperanza". Me deja perplejo esa forma en que somos invitados a aplicarnos a nosotros mismos unas palabras evidentemente dedicadas a los mejores. Lo que dice San Pablo solamente puede confortar a quien ame a Dios más que a sus muertos y a sus muertos más que a sí mismo. Si una madre está llorando no por lo que ha perdido, sino por lo que ha perdido su hijo muerto, será un consuelo para ella pensar que el hijo no ha perdido la finalidad para la que fue creado. Y otro consuelo pensar que ella misma, al perder el principal motivo de su felicidad, el único natural, no ha perdido algo que vale mucho más, el poder conservar su esperanza de "glorificar a Dios y gozar de El para siempre". Consolarse en el espíritu imperecedero de "Dios como meta" que dentro de la madre habite. Pero este consuelo no sirve para su maternidad. Lo específico de su felicidad maternal tiene que darlo por perdido. Nunca ya, en ningún sitio ni en ningún tiempo, volverá a sentar a su hijo en sus rodillas, ni a bañarlo, ni a contarle un cuento, ni a hacer proyectos para su futuro, nunca conocerá a los hijos de su hijo» [23].

Notas

[9] Jiménez, Juan Ramón, Platero y yo, Taurus, Madrid, 4ª ed. 1967, p. 36.

[10] Ortega y Gasset, José, Estudios sobre el amor, Revista de Occidente de Alianza Editorial, Madrid, 2ª ed. 1981, p. 20.

[11] Lucrecio, De rerum natura, liber primus, vv. 22-23: "Nec sine te quidquam dias in luminas oras / exoritur, neque fit laetum, neque amabilem quidquam". Con otra traducción: "… y sin ti nada emerge a las divinas riberas de la luz, y no hay sin ti en el mundo amor ni alegría".

[12] Morales, Rafael, El corazón y la tierra, en Obra poética, Selecciones Austral, Espasa-Calpe, Madrid 1982, p. 68.

[13] Alberoni, Francesco, Enamoramiento y amor, Gedisa, 6ª ed. 1996, p. 17.

[14] Doctor Carnot, El libro del joven, Herder, Barcelona, 17ª ed. 1989, pp. 181-182.

[15] Cardona Pescador, Juan, Los miedos del hombre, Rialp, Madrid 1998, pp. 94-95.

[16] Marías, Julián, La educación sentimental, Alianza Editorial, Madrid 1992, p. 82. Por eso, cuando la mujer resulta demasiado «fácil», cuando se entrega sin pedir nada a cambio, impide al varón —o, al menos, no lo provoca— el crecimiento del esfuerzo de la conquista. Y lo mismo puede decirse de este en relación con la mujer.

[17] Morales, Rafael, Soledad, en Obra poética, Austral, Espasa-Calpe, Madrid 1982, p. 70.

[18] Cano, José Luis, en la Introducción a Antonio Machado, Campos de Castilla, Cátedra, Madrid, 11ª ed. 1998, pp. 15-16.

[19] Sagan, François, Les merveilleux nuages, p. 105.

[20] San Agustín, Confesiones, IV, 4-6, 9-11.

[21] Lewis, Clive Staples, Una pena observada, Trieste, Madrid 1988, p. 39.

[22] Thibon, Gustave, La crisis moderna del amor, Fontanella, Barcelona 1976, 4ª ed. p. 120.

[23] Lewis, Clive Staples, Una pena observada, Triestre, Madrid 1988, p. 30.

El Prof. Tomás Melendo es Catedrático de Filosofía (Metafísica). Director Académico de los Estudios Universitarios sobre la familia. Universidad de Málaga Para una exposición complementaria y mucho más amplia de este asunto, cfr. T. Melendo, Ocho lecciones sobre el amor humano, Rialp, Madrid, 4ª ed. 2001.

 
 Fuente:

almudi.org

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