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La familia. Educación
Autor
 Camilo Valverde Mudarra

 

El niño nace desvalido, necesita el aliento de la madre y el cuidado cálido y propicio del hogar para su supervivencia. Y lo mismo que desde el seno materno recibe la subsistencia para su crecimiento, la atención de los cónyuges, desde el día de su nacimiento es imprescindible para ir adquiriendo los conocimientos que lo van a conducir a la madurez y fortalecimiento de la personalidad, de la voluntad y del entendimiento. En ese periodo, en que va desarrollando su potencialidad física, va adquiriendo también, con el ejercicio mental y el encauzamiento, el saber trasmitido por los padres y hermanos, en su caso, que lo acoraza para afrontar la adolescencia y los resortes con que ha de moverse en los avatares del adulto.

La familia es la raíz esencial de la educación. Los principios educativos que no se han “mamado” en la infancia, en el seno familiar, ya difícilmente se asentarán y se harán norma en la conducta del individuo. Se observan en la práctica las formas extremas, las autoritarias y las permisivas. Sin embargo, como decía el clásico: “in medio est virtus”; la educación requiere en el que ha de impartirla una buena preparación y un conjunto de conocimientos que provean al educando de una consistente estructura para caminar por la vida sabiendo elegir el provecho y desechar el peligro y la maldad; exige ejercer la autoridad y la disciplina con tacto y comprensión, en un ambiente de cariño y cooperación, según Bernabé Tierno, en la mayoría de los casos el niño rechaza la autoridad porque se manifiesta arbitraria e impositiva, sin razones y, por tanto, la considera inútil; pero, cuando le falta la exacta regulada y prudente autoridad, él mimo la exige y requiere como elemento necesario; el niño necesita la presencia asidua de los padres que encaucen sus actos, reprendan sus desvíos y apuntalen su recta conducta y voluntad con la adquisición de hábitos en el respeto a las normas, a la cortesía y la libertad. Los padres han de enseñar a sus hijos a atender y escuchar, y avezarlos a soportar y obedecer. 

La educación de los hijos es un quehacer ineludible de los padres, que son los primeros y máximos responsables de su desarrollo, cuido y acción indispensable que fundamenta todo el futuro del niño. La educación de los hijos es una función insoslayable de los padres. Su dejación y descuido tiene efectos graves e irrecuperables para el desarrollo de la personalidad del niño. La labor educativa en el seno familiar comienza desde el principio y no puede sustituirla nadie. La escuela viene después a construir imprescindiblemente sobre los cimientos que puso aquella. En la casa, aprende el niño los rudimentos esenciales y decisivos de su educación; con la orientación y corrección de la madre y con la disciplina y autoridad del padre, y sobre todo con el ejemplo, va sabiendo el valor de la honradez, del trabajo, de la renuncia a los gustos con responsabilidad en el cumplimiento del deber; este ejercicio es fundamental para el desarrollo de la persona. Estaríamos ante una verdad insuficiente, si, en el género humano, quienes tienen potestad y derecho de engendrar, no detentaran también el derecho y el deber de educar a los hijos por mandato de la naturaleza; y esta obra de la naturaleza, absolutamente especialísima, no puede soslayarse ni descuidarse, y, mucho menos, exponerla al desastre seguro, dejándola sin terminar. 

Y, al mismo tiempo, para educar hay que estar preparado; sin una sólida formación, no se puede enseñar. Y la lección básica que los padres han de dar a sus hijos es la del ejemplo; las palabras vuelan y los ejemplos arrastran. El niño es una esponja y recoge todo lo que ve y oye; su personalidad futura depende del aprendizaje correcto en su primera etapa infantil; las primeras papillas lo condicionan para siempre. En muchos casos, la inhibición, la agresividad, la culpabilidad, la violencia y la irresponsabilidad se genera en una infancia negativa. Allí, se desvía, se impide, obstaculiza y se pierde. El niño que respira un aire justo, responsable, de respeto y tolerancia, de servicio y sacrificio, de amor y alegría, de renuncia a diversiones y egoísmos, será un hombre entero y maduro psicoafectiva y socialmente. La entereza vendrá de la formación de una recia voluntad, que exige la adquisición de hábitos por medio de la práctica de pequeños actos para eliminar veleidades y alcanzar la reciedumbre. Es imprescindible encauzar los impulsos, las tendencias y las pasiones. No se puede hacer dejación de la autoridad; inhibirse y conceder todos los caprichos es deseducar. El mismo hijo busca y pide el principio de autoridad, sin el que se siente desorientado, desprovisto y entristecido.

La acción educativa de la familia jamás puede sustituirla ni suplirla la escuela que, más tarde, se añade y adiciona a aquella. Es esa segunda etapa en la vida del niño, en que se sienta en un aula ante el Maestro que va a procurar y completar su educación con los elementos sistemáticos e institucionalizados que el hogar ya no puede ofrecer. Decimos Maestro con mayúscula. Palabra llena, rica, evocadora y dignísima; del latín magister = maestro: el que sabe, el que enseña, corrige y dirige. Jesucristo se titula Maestro: “Vosotros me llamáis Maestro, y decís bien, porque lo soy” (Jn 13,13). En la cultura oriental, budismo e hinduismo, el neófito vive bajo el manto de un maestro que dirige su desarrollo físico y espiritual, hasta alcanzar la madurez.

Hoy se ha instalado la dejadez, la filosofía del todo vale, con lo que muchos padres se acogen a la permisividad. Estos padres permisivos crían a los hijos en la abundancia y en la soledad, so pretexto de excesivo trabajo, de salidas y diversiones. Conceden todos los gustos y caprichos, para que los dejen tranquilos; conseguir los deseos sin el esfuerzo y a través de rabietas, genera individuos agresivos y delincuentes. Hay que renunciar a lo extraño y estar en y con el niño. No corregir, no supervisar, no orientar sus pautas de conducta, es deseducar, hacer un veleidoso y destruir su personalidad; es el fracaso paterno. 

Hay que exigir y exigirse; dejar a los hijos enfrentarse a los obstáculos y a las dificultades de la vida, curtirlos en la brega, guiar sus pasos en el peligro y permitir su relación y socialización con el mundo exterior; favorecer su autonomía y la expresión de sí mismos; inculcarles los valores humanos y morales, para que sepan regirse y descubrir lo positivo de las personas y situaciones, que se revistan de serenidad, sensatez y flexibilidad y se desprendan de la ira, de la cólera y de los falsos juicios, provistos de capacidad para conocer sus faltas y limitaciones, y emplear el esfuerzo por superarlos.

Una educación completa ha de surgir de los padres que son los principales educadores, cuya finalidad, en la formación del carácter y desarrollo del hijo, estará en inculcarle el amor al prójimo y el recto uso de la libertad. El término libertad es opuesto al de libertinaje. Sin una correcta educación se agosta la libertad

La nación que se permite criar al ciudadano en la falta de principios y, en consecuencia, en la nula y mala educación está llamada a su hundimiento. Un pueblo, para progresar y prosperar, necesita rebosar educación y respeto, servicio y solidaridad. Una estructura social consistente requiere individuos formados preparados a conciencia, avezados a la justicia e inclinados al bien común. Los valores firmes y perennes traerán la prosperidad y sustentarán la libertad, la democracia y la fraternidad.

 
 Fuente:

autorescatolicos.org

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