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Presencia y Familia |
Autor |
Camilo Valverde Mudarra |
Los
cambios vertiginosos que estamos viviendo en estos tiempos y las
transformaciones profundas que ha experimentado la sociedad, en su
estructura social y en sus actitudes y valores, ponen de manifiesto la
perentoriedad de fortalecer la acción educativa; a la vez, hechos y
conductas, bajo influjo de modas y modismos al uso, dejan aflorar las
limitaciones e insuficiencias intrínsecas en la formación individual y
colectiva y las dificultades de adaptación y desenfoque de la realidad
democrática en una sociedad carente de los hábitos, de los anclajes y
de la cultura propios de tal convivencia.
La educación es una imprescindible actuación que debe
proporcionar los asideros cognitivos y psicológicos adecuados y
potenciar, con el ejercicio, el entendimiento y la voluntad que capacite
al educando para afrontar, con rectitud, los problemas y las situaciones
nuevas que va a presentar la inercia de los acontecimientos de cada
especialísimo momento de su presente. El íntimo entronque existente
entre educación y desarrollo individual y social indica la importancia
con que la sociedad ha de tratar y suscitar la instrucción materna,
familiar y escolar. La
madre es el aliento vivo de la familia, en la que se establece un vínculo
tan estrecho y envolvente que varios, padres e hijos, constituyen un “unum”,
una entidad integral. La madre, con el sostén y presencia del esposo,
cierra y aúna la entidad familiar. La educación de los hijos se integra
de modo coherente en los derechos y deberes de los cónyuges en el ámbito
de la familia, raíz educadora del niño, en la que ha de encontrar
ternura, dedicación y autoridad. Pero, es necesaria la labor conjunta de
los padres para lograr lo que es una obligación de justicia a la prole.
La familia está formada por los miembros que conviven en un hogar.
El núcleo vital radica en los cónyuges. La unión natural y la comunión
de vida robustecen al niño y le proporcionan las defensas que precisa
ante las enfurecidas olas de la vida. Sin embargo, en el espacio que
respiramos, se han introducido novedades y tendencias que intentan
destruir el matrimonio y la familia. Cervantes en su inmortal “Don
Quijote de la Mancha”, afirma: “Es razón concluyente que el
intentar las cosas de las cuales, antes nos puede suceder daño que
provecho, es de juicios sin discurso y temerarios” (P. I: Cap. 34). La
lección es exacta, plegarse
al daño y destruir jamás beneficia; es propio de necios e ignorantes. El
que dilapida su estructura patrimonial busca veloz su miseria y la de los
suyos.
La descendencia es un fin natural e inmediato en la institución
matrimonial y, a la vez, es el término connatural que confirma la lógica
humana de modo directo. Los hijos necesitan la protección familiar para
robustecerse y crecer. Necesitan la presencia de la familia, los cuidos,
los ejemplos y las correcciones imprescindibles. La soledad y los
enfrentamientos los debilitan, entristecen y agostan. Este es el mayor y más
grave problema que acarrea la ruptura familiar, y este rotundo daño es
incurable, se podrá paliar con la conformación de un nuevo sucedáneo,
pero jamás devolverá la vitalidad salutífera que le proporciona el
calor y el cariño conjunto de su padre y su madre primeros y naturales.
El apoyo vivo procede de los miembros de la familia. Es cierto que, a
veces, la familia no marcha, no es viable por falta de consistencia y de
formación de unos individuos rotos, enfermos o viciosos. Se ve gente con
familias desatentas y despreocupadas sumidas en arbitrariedades o en sus
propios problemas; gente con bajos ingresos, sumidos en la necesidad
extrema y socialmente aislados que tienen pocas perspectivas para formar y
mantener una familia en los mínimos niveles de convivencia y organización
adecuados. Precisan una eficaz atención social en el aspecto laboral y
económico y en el terreno educativo y formativo que elimine las carencias
elementales, para poder mejorar la vida y alcanzar un estado de
tranquilidad, para llegar a valorar su propia existencia. Necesitan
recursos y disponer de un trabajo, para facilitar sus relaciones sociales
existentes. Ante la pobreza, la miseria y la enfermedad no se puede venir
con teorías más o menos filosóficas.
No obstante, la observación de la realidad enseña, que,
normalmente, el apoyo a la familia suele provenir desproporcionadamente de
las mujeres. En la cultura occidental, madres, hijas y nueras son los
proveedores primarios de sostén, mientras los varones de la familia a
menudo se desentienden de su responsabilidad en el sostenimiento familiar.
Para el niño, son los padres la base y la fuente más cierta de su
seguridad, en su esfera afectiva, la apoyatura emocional se encuentra en
calor de los padres; luego, en la etapa escolar ven a los otros,
generalmente, los compañeros elementos de relación que proveen un
especial ajuste de auxilio y protección; ello contribuye al éxito de los
niños en el periodo escolar y al estimulo y desarrollo de la competencia
social; a la vez, coadyuva a la salud emocional y psicológica y al
equilibrio posterior de su vida.
En la adolescencia, la madre es el asidero y amparo más relevante
del hijo; la presencia materna vital e insustituible, aunque los
investigadores indican que ha de estar apoyada en el padre, el influjo de
ambos es requerido por las
exigencias de fortalecimiento y progreso de los adolescentes para afrontar
la juventud y alcanzar la madurez de adultos. El sentimiento de saberse
estimados y protegidos por los padres asociados asientan e incrementan la
salud psicofísica del joven durante una larga andadura que raya en la
treintena de su vida.
La paternidad efectiva y constructiva y la satisfacción
matrimonial son elementos inexcusables y que corren parejos. Esta realidad
es palpable y patente en diversas edades y culturas. La unión y amor de
los cónyuges es el bálsamo esencial y prioritario para la estabilidad
familiar; así como el apoyo y la presencia viva y constante del padre
refuerza el matrimonio y el sentido de la
paternidad en los hijos. El hecho de estar, el dialogar y atender los
problemas mantienen la cohesión y previenen el desbordamiento de
emociones negativas y el desorden y desconcierto que emana de la ausencia
y vacío del padre.
Normalmente, las relaciones de convivencia regulada por los afectos
interfamiliares producen el fortalecimiento y robustez de la personalidad
de los hijos que los acoraza en su desenvolvimiento social y
a los adultos les inyecta tranquilidad y ánimos para continuar afianzando
la contextura de su hogar feliz y firme en su avance. De este modo, una
familia que ha asentado sus pilares en fuerte cimentación soportará los
invites de los huracanes de esta vida y resistirá firme en los anclajes
de los valores humanos y éticos; sostendrá indemne el matrimonio, criará
y educará en la consistencia a los hijos y cuidará amorosamente a sus
mayores sin desecharlos y despreciarlos como inservibles. La familia es el
manantial fresco y vivo de que brota el soporte seguro y el patrocinio
principal de la familia a lo largo de toda la vida; por ello, los efectos
beneficiosos de la cohesión amorosa de la familia son insustituibles
especialmente para los miembros más débiles, los niños, los ancianos y
los afectados por alguna limitación.
La familia, pues, es el cimiento de la estructura social. Una
sociedad que no reconoce y sustenta la familia, necesariamente generará
graves problemas sociales frente a los cuales, no dispondrá de recursos
que la refuercen y sostengan.
En lugar de combatir y desmoronar la familia, el Estado ha de promoverla y
afianzarla, para andar en la prosperidad y evitar su destrucción.
Necesita fortalecer el tronco de la familia y abonar sus raíces, para
arraigar su propia estabilidad. |
Fuente: | autorescatolicos.org |
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