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La familia. Mujer y dignidad
Autor
 Camilo Valverde Mudarra 

 

Hoy, encaminados en el siglo XXI de la era cristiana, la humanidad sigue sufriendo la vergonzante lacra de la desigualdad entre hombres y mujeres. Esto sucede tanto en naciones civilizadas y modernas, como en otras subdesarrolladas, donde aquéllas son convertidas en esclavas sumisas.

En este sentido, se ha avanzado bastante; son muchas las mujeres que ascienden y entran en ámbitos que, hasta hace muy poco, le estaban vedados. Pero, quedan aún parcelas herméticamente cerradas; la situación de desigualdad se mantiene y, a veces, no se encuentran razones que expliquen su permanencia. Es un hecho nocivo para el ser humano y para el conjunto social; esta sinrazón evidencia la confrontación innecesaria y dañina, cuando ambos, hombre y mujer, han de vivir en el encuentro, en la búsqueda de su entronque, en su armónico complemento, es una de las mayores rémoras del desarrollo que padece nuestro mundo. Porque, en un orden de cosas donde hombre y mujer no se repartan protagonismo y autoridad en escrupulosa igualdad, la sociedad permanecerá irremediablemente en crisis constante por la injusticia que alberga y sustenta, que impide el progreso personal, la estabilidad, la convivencia y el bienestar provenientes del esfuerzo común y de la justa y deseable equidad.

Es preciso establecer que la mujer no es un ser inferior; nace en igualdad y semejanza al hombre, si es que no en superioridad, en muchos aspectos se muestra superior al varón; por ello mismo, la ha subyugado durante siglos, imponiendo su fuerza, no la inteligencia, dominándola y haciéndola su servidora. No basta con que las mujeres se organicen para vindicar sus derechos y la consideración digna en una sociedad que pretende ser libre, fraterna y cristiana. La liberación de la mujer nunca será un hecho completo y factible, mientras que el hombre, manteniendo graves e inveterados errores de largo arraigo, no reaccione en el presente, y desprovisto de hábitos anclados en el pasado, acometa, desde el convencimiento y el compromiso, la transformación social necesaria y urgente de la realidad. A estas alturas de la historia, la inflexión está en marcha, las concepciones juveniles han captado el mensaje asumido como algo irreversible y su asentamiento se consolida en el ámbito social. Es imposible ignorarlo y tornar la vista hacia otro lado.

Los varones que habitamos como peregrinos en este globo que flota y gira en el universo, tenemos una tarea pendiente, un examen que aprobar: demostrar que como género y personas hemos evolucionado, y que estamos dispuestos a renunciar de una vez para siempre a marginar, explotar, dominar y humillar a la mujer negándole, hurtándole su dignidad, la que Dios le asignó y el hombre no debe ni puede sustraer sino es pisando terrenos movedizos y permaneciendo instalados en las posiciones indeseables de la irracionalidad y de la ceguera intelectual.

Son ya demasiados los malos tratos, los esposos que torturan, que trituran e incluso matan, a sus mujeres cuyas denuncias y gritos de auxilio se desoyen y atienden mal y a destiempo; hijos que, olvidando los muchos afanes y trabajos que por ellos padecieron sus madres, las golpean y humillan; seres violentos y violadores impunes que campean por doquier soltando babaza y miseria; leyes y justicia inoperantes, que tardean y que no previenen… Los medios de comunicación social lo reflejan día a día; pero, tristemente, en forma de sucesos, hechos ya consumados y a los que no se ha podido o no se ha querido acudir en su justo momento.

Y, en nuestra calidad de varones que quieren serlo, sin tener que avergonzarse de ello, nos enfrentamos a un trabajo cuyo objetivo es recordar que Jesús Nuestro Señor, además de ser nuestro Salvador, tras revelar con su muerte y resurrección el misterio de la persona humana, creada por Dios para un destino feliz situado más allá de la frontera de la miseria terrestre, también nos enseñó que el ser humano no puede encontrarse plenamente más que en la entrega de sí mismo. Nuestro Divino Maestro, cuyo ejemplo debemos seguir y tratar de imitar, si realmente nos consideramos cristianos, sobre todo nos habló de Amor. Y es de su amoroso ejemplo del que queremos nutrirnos al ocuparnos de la mujer en el cuarto evangelio.

         Los esquemas conciliares del Vaticano II han atendido con rigor la dignidad de la mujer. La constitución pastoral “Gaudium et spes” dice: “Se afianza la convicción de que el género humano puede y debe no sólo perfeccionar su dominio sobre las cosas creadas, sino que le corresponde además establecer un orden político, económico y social que esté más al servicio de la persona y permita a cada uno y a cada grupo afirmar y cultivar su propia dignidad… La mujer, allí donde todavía no lo ha logrado, reclama la igualdad de derecho y de hecho con el hombre” (GS 9). Algo más adelante añade: “La igualdad esencial entre todos los hombres exige un reconocimiento cada vez mayor. Porque todos ellos, dotados de alma racional y creados a imagen de Dios, tienen la misma naturaleza y el mismo origen. Y porque, redimidos por Cristo, disfrutan de la misma vocación y de idéntico destino.

Es evidente que no todos los hombres son iguales en lo que toca a capacidad física y a las cualidades intelectuales y morales. Sin embargo, toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión, debe ser vencida y eliminada por ser contraria al plan divino. En verdad, es lamentable que los derechos fundamentales de la persona no estén todavía protegidos en la forma debida por todas partes. Es lo que sucede cuando se niega a la mujer el derecho de escoger libremente esposo y de abrazar el estado de vida que prefiera o se le impide tener acceso a una educación y a una cultura iguales a las que se conceden al hombre.

Más aún, aunque existen diversidades justas entre los hombres, sin embargo la igual dignidad de la persona exige que se llegue a una situación social más humana y más justa. Resulta escandaloso el hecho de las excesivas desigualdades económicas y sociales que se dan entre los miembros o los pueblos de una misma familia humana. Son contrarias a la justicia social, a la equidad, a la dignidad de la persona humana y a la paz social e internacional” (GS, 29).

         Es necesario que la dignidad de la mujer brille por todas partes y que todas las instituciones hagan efectivo el derecho de la mujer, en plano de igualdad, a las funciones e intervención de todo orden, exigido por la dignidad de la persona y el amor de Dios, sin distinción de raza, sexo, nacionalidad o situación social. La mujer ya ha conseguido estar presente en muchos estadios de la sociedad, pero aún le quedan otros muy vedados y cerrados. Conviene por variadas razones que asuma con plenitud un papel preponderante según promete su propia naturaleza. Los cristianos deben ser los primeros en abrirse, con amplitud de miras siguiendo el ejemplo del Maestro, y contribuir a que se reconozca y promueva la vocación y participación de la mujer en plenitud y desarrollo de sus grandes valores.

 
 Fuente:

autorescatolicos.org

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