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La familia en la fuerza impulsiva
Autor
 Camilo Valverde Mudarra 

 

La familia está amenazada; se considera una cuestión eclesial en desuso, se la ataca, se mina y se trata de destruir como antigualla.

         El hombre está sometido a transformaciones, sufre continuos cambios. Las alteraciones de mayor relevancia ocurren en el ámbito personal e íntimo, en el marco social y sexual, en la convivencia conyugal y en el seno familiar. Existe en general la inquietud por abarcar la concepción del propio yo, el disponer del “nosce te ipsum”, a que exhorta el clásico y descubrir la motivación esencial de la socialización. Los cambios de más trascendencia no son de orden exterior, sino que se producen en el interior, en el terreno emocional; afectan sobre manera a la constitución institucional de la familia.  

            Frente a la cantidad de cambios, de tendencias laicas y modas y modismos que alteran la familia, hay que fundamentar su unidad y establecerla en cimientos consistentes, por medio de lazos estables en la convivencia limpia y resolutiva, asentada en la comunión de valores y de sentimientos reales y diáfanos. Efecto de esa comunión íntima es el estar en le y más que en el yo, comprender al otro, vivir en el otro, olvidar el mío y el tuyo, existir en el “unum” formado de dos; “es hueso de mis huesos y carne de mi carne, se unen y son los dos una sola carne” (Gén 2,23-24); en esa unidad, se basa su perduración. Es estar pendiente de los pareceres y sentimientos, de los gustos y quereres del otro, conocerlos y procurárselos. Este es el tipo de matrimonio que hemos de fundar y que se funda. En realidad, no es más que entrega y dádiva continua, en suma el amor. Y el amor no es un deber, ni una imposición; es una fuerza misteriosa e impulsiva, propia singularmente del alma humana; impulso emanante de Dios, que hace al hombre a su imagen y semejanza, y Deus Charitas est (I Jn 4,8). El corazón tiende a satisfacer y concretar esa fuerza; el que no siente el impulso de darse en ofrecimiento e irradia el amor, se emponzoña y, carcomido por el virus, infectando todo su entorno, muere.  

         Se ha presentado, de modo general, el amor entre los esposos en sentido de obligación, como un deber. Tenéis que amaos, en cumplimiento impositivo, hasta que “la muerte os separe”. La fuerza misteriosa impulsa a dar y a darse, a recibir y entregar con gusto y alegría, con su arsenal de don y de gracia, de gratificación y disfrute. Sin duda, el matrimonio conlleva unos deberes insertos, pero no es lo único, ni exclusivo; más aún, podemos decir que antes es el amor, el mismo matrimonio procede del impulso amoroso que surge y une a los dos que se aman, y, por ese amor, cierran y concluyen su unión conyugal. Han venido ocupando el centro de nuestra atención, más las exigencias y la imposiciones de unos deberes, que esa fuerza del amor que hace núcleo de la propia vida, la vida del ser amado y, por ello, convierte en necesidad el riego diario del amor con la dedicación y olvido de sí mismo; y, así, sólo vive en la comprensión, en el exquisito respeto, en el deleite del afecto y la ternura, en la fruición del gozo y del amor.

         Por tanto, en la vida matrimonial, se debe decidir entre moverse por los valores del deber o por el impulso del amor; los valores son pautas de conducta, y, además, principios que orientan y dan sentido al hombre; han de primar los valores que constituyen el entronque y equilibrio de los cónyuges; y esos son los que manan del amor y revitalizan su fuerza impulsiva. No se puede estar pendiente del cumplimiento del deber. La ley del amor no lleva a vivir esclavizados, a exigir el cumplimiento de unos mandados, a juzgar, a condenar, a regañar y enfurecerse. El amor, ya la dice San Pablo, en su extraordinario e imperecedero Himno, es paciente, es servicial, no es envidioso, no se pavonea, no se engríe; el amor no ofende, no busca el propio interés, no se irrita, no toma en cuenta el mal; el amor no se alegra de la injusticia, pero se alegra de la verdad; todo lo excusa, lo cree todo, todo lo espera, todo lo tolera. La caridad no pasa jamás (1 Cor 13,1-8).Y es que, si no tuviera caridad, nada soy.

         La familia cristiana anclada en la fe de Jesucristo, vivirá y crecerá haciendo suyos los valores del Evangelio; su arraigo procede del riego diario que recibe de la palabra cálida del Maestro de Nazaret. En ella, no caben los enfrentamientos, los egoísmos, los abandonos, las entradas y salidas nocivas e improcedentes y todo aquello que separa, desune y destruye el desarrollo de la savia vital para la unidad familiar. La familia floreciente no es la que mira sólo el deber, que anda con mediciones, que se contenta con hacer lo establecido, que se cuida de evitar lo prohibido. El amor es mucho más ancho y más largo, no se queda en medidas, limitaciones y establecimientos. El amor es dádiva, entrega generosa, cuido del detalle y olvido del yo. El cristiano tiene como medida la Palabra de Jesús, que no tiene medida en el amor. El listón lo puso muy alto: “Amaos como yo os amé” (Jn 15,12). “Sed perfectos como el Padre Celestial es Perfecto (Mt 5,48). Jesucristo no estuvo en otra cosa más que en el amor, su entrega fue total, no hay un amor más completo: Nadie tiene un amor más grande que el que ofrece su vida por el prójimo” (Jn 15,13). Las penas y las necesidades de los demás fueron exclusivamente las determinantes en su vida. Actuó de modo que estar en los otros, el preocuparse de los problemas y sufrimientos de los hermanos necesitados, fue lo primero y, olvidándose de sí mismo, incluso llegó a incumplir sus deberes religiosos. Por el bien del que padecía, curó en sábado, brindó su amistad a pecadores y publicanos, prostitutas, samaritanos, soslayó la observancia de ayunos, ritos purificatorios y otras normas religiosas. Jesús, al desatender, por dedicación a los demás, sus deberes de buen judío, considerados ineludibles por las jerarquías, se granjeó su enfado y hostilidad; la fuerza que le impulsaba a amar, curar, acoger, perdonar y hablar con gentes proscritas por la religión de aquellos jerarcas, era una grave falta rechazada y condenada por ellos. No pudieron aceptar que librara a la mujer encorvada, o al paralítico de la piscina, precisamente en sábado; debía cumplir las frías y prolijas normas establecidas, antes que demostrar que lo prioritario es amar al prójimo y cuidarlo en sus afecciones. Con sus actos, les muestra a todos que, en la religión, lo más importante se halla en hacer el bien en el ahora preciso, en dar vida y solución, no en el cumplir una norma o un deber, nunca en matar y condenar. Esta reacción contra lo establecido, esta revolución del AMOR Grande de Jesús, que no entendieron aquellos jefes religiosos ni quisieron comprender en su endurecido corazón, le atrajo la ira y la condena a muerte, hasta la cruz.

         El cristiano ha de optar por la fuerza del amor, vivir procurando el gozo y el bienestar a todo alrededor. Buscar la satisfacción honda y profunda de aquellos con quienes comparte la vida. Amar y dar amor, sin entretenerse en el bagaje de deberes y normas, sino en hacer el bien, adelantarse a los deseos del otro, estar en la comprensión, en la tolerancia, en la paciencia, en el respeto y la entrega. El matrimonio y la familia se mantienen estables y consistentes si son regados a diario con la fuerza impulsiva del amor, la dádiva, la renuncia, siempre pendiente de dar y no de recibir. Esto no es una simple idea, es una realidad práctica que tenemos al lado, en el barrio, en nuestras ciudades, con nombre e identidad; existen estas familias en silencio, sin estadísticas, porque las rupturas, desvíos y separaciones hacen más ruido, que la vivencia discreta y reservada en la fuerza misteriosa y grandiosa del amor de Jesucristo.

 

 

 
 Fuente:

autorescatolicos.org

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