La familia es una comunidad de personas, la
célula social más pequeña y, como tal, es una institución
fundamental para la vida de toda sociedad.
La familia como institución espera de la sociedad ante todo que sea
reconocida en su identidad y aceptada en su naturaleza de sujeto
social. Ésta va unida a la identidad propia del matrimonio y de la
familia. El matrimonio, que es la base de la institución familiar,
está formado por la alianza «por la que el varón y la mujer
constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su
misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y
educación de la prole»40. Sólo una unión así puede ser reconocida y
confirmada como «matrimonio» en la sociedad. En cambio, no lo pueden
ser las otras uniones interpersonales que no responden a las
condiciones recordadas antes, a pesar de que hoy día se difunden,
precisamente sobre este punto, corrientes bastante peligrosas para
el futuro de la familia y de la misma sociedad.
¡Ninguna sociedad humana puede correr el riesgo del permisivismo en
cuestiones de fondo relacionadas con la esencia del matrimonio y de
la familia! Semejante permisivismo moral llega a perjudicar las
auténticas exigencias de paz y de comunión entre los hombres. Así se
comprende por qué la Iglesia defiende con energía la identidad de la
familia y exhorta a las instituciones competentes, especialmente a
los responsables de la política, así como a las organizaciones
internacionales, a no caer en la tentación de una aparente y falsa
modernidad.
La familia, como comunidad de amor y de vida, es una realidad social
sólidamente arraigada y, a su manera, una sociedad soberana, aunque
condicionada en varios aspectos. La afirmación de la soberanía de la
institución-familia y la constatación de sus múltiples
condicionamientos inducen a hablar de los derechos de la familia. A
este respecto, la Santa Sede publicó en el año 1983 la Carta de los
derechos de la familia, que conserva aún hoy toda su actualidad.
Los derechos de la familia están íntimamente relacionados con los
derechos del hombre. En efecto, si la familia es comunión de
personas, su autorrealización depende en medida significativa de la
justa aplicación de los derechos de las personas que la componen.
Algunos de estos derechos atañen directamente a la familia, como el
derecho de los padres a la procreación responsable y a la educación
de la prole; en cambio, otros derechos atañen al núcleo familiar
sólo indirectamente. Entre éstos, tienen singular importancia el
derecho a la propiedad, especialmente la llamada propiedad familiar,
y el derecho al trabajo.
Sin embargo, los derechos de la familia no son simplemente la suma
matemática de los derechos de la persona, siendo la familia algo más
que la suma de sus miembros considerados singularmente. La familia
es comunidad de padres e hijos; a veces, comunidad de diversas
generaciones. Por esto, su subjetividad, que se construye sobre la
base del designio de Dios, fundamenta y exige derechos propios y
específicos. La Carta de los derechos de la familia, partiendo de
los mencionados principios morales, consolida la existencia de la
institución familiar en el orden social y jurídico de la «gran»
sociedad: la nación, el Estado y las comunidades internacionales.
Cada una de estas «grandes» sociedades debe tener en cuenta, al
menos indirectamente, la existencia de la familia; por esto, la
definición de los cometidos y deberes de la «gran» sociedad para con
la familia es una cuestión extremamente importante y esencial.
En primer lugar está el vínculo casi orgánico que se instaura entre
familia y nación. Naturalmente, no en todos los casos se puede
hablar de nación en sentido propio. Pues existen grupos étnicos que,
aun no pudiendo considerarse verdaderas naciones, sin embargo
realizan en cierto modo la función de «gran» sociedad. Tanto en una
como en otra hipótesis, el vínculo de la familia con el grupo étnico
o con la nación se basa ante todo en la participación en la cultura.
Los padres engendran a los hijos, en cierto sentido, también para la
Nación, para que sean miembros suyos y participen de su patrimonio
histórico y cultural. Desde el principio, la identidad de la familia
se va delineando en cierto modo sobre la base de la identidad de la
nación a la que pertenece.
La familia, al participar del patrimonio cultural de la nación,
contribuye a la soberanía específica que deriva de la propia cultura
y lengua. Hablé de este tema en la Asamblea de la UNESCO en París,
en 1980, y a ello me he referido luego varias veces por su innegable
importancia. Por medio de la cultura y de la lengua, no sólo la
nación, sino toda familia, encuentra su soberanía espiritual. De
otro modo sería difícil explicar muchos acontecimientos de la
historia de los pueblos, especialmente europeos; acontecimientos
antiguos y modernos, alentadores y dolorosos, de victorias y
derrotas, que muestran cómo la familia está orgánicamente vinculada
a la nación, y la nación a la familia.
Ante el Estado, este vínculo de la familia es en parte semejante y
en parte distinto. En efecto, el Estado se distingue de la nación
por su estructura menos «familiar», al estar organizado según un
sistema político y de forma más «burocrática». No obstante, el
sistema estatal tiene también, en cierto modo, su «alma», en la
medida en que responde a su naturaleza de «comunidad política»
jurídicamente ordenada al bien común. Este «alma» establece una
relación estrecha entre la familia y el Estado, precisamente en
virtud del principio de subsidiariedad. En efecto, la familia es una
realidad social que no dispone de todos los medios necesarios para
realizar sus propios fines, incluso en el campo de la instrucción y
de la educación. El Estado está llamado entonces a intervenir en
virtud del mencionado principio: allí donde la familia es
autosuficiente, hay que dejarla actuar autónomamente; una excesiva
intervención del Estado resultaría perjudicial, además de
irrespetuosa, y constituiría una violación patente de los derechos
de la familia; sólo allí donde la familia no es autosuficiente, el
Estado tiene la facultad y el deber de intervenir.
Además del ámbito de la educación y de la instrucción a todos los
niveles, la ayuda estatal —que de todas formas no debe excluir las
iniciativas privadas— se realiza, por ejemplo, en las instituciones
que se preocupan de salvaguardar la vida y la salud de los
ciudadanos, y, de modo particular, con las medidas de previsión en
el mundo del trabajo. El desempleo constituye, en nuestra época, una
de las amenazas más serias para la vida familiar y preocupa con
razón a toda la sociedad. Supone un reto para la política de cada
Estado y un objeto de reflexión para la doctrina social de la
Iglesia. Por lo cual, es indispensable y urgente poner remedio a
ello con soluciones valientes que miren, más allá de las fronteras
nacionales, a tantas familias a las cuales la falta de trabajo lleva
a una situación de dramática miseria.
Hablando del trabajo con relación a la familia, es oportuno subrayar
la importancia y el peso de la actividad laboral de las mujeres
dentro del núcleo familiar. Esta actividad debe ser reconocida y
valorizada al máximo. La «fatiga» de la mujer —que, después de haber
dado a luz un hijo, lo alimenta, lo cuida y se ocupa de su
educación, especialmente en los primeros años— es tan grande que no
hay que temer la confrontación con ningún trabajo profesional. Esto
hay que afirmarlo claramente, como se reivindica cualquier otro
derecho relativo al trabajo. La maternidad, con todos los esfuerzos
que comporta, debe obtener también un reconocimiento económico igual
al menos que el de los demás trabajos afrontados para mantener la
familia en una fase tan delicada de su existencia.
Conviene hacer realmente todos los esfuerzos posibles para que la
familia sea reconocida como sociedad primordial y, en cierto modo,
«soberana». Su «soberanía» es indispensable para el bien de la
sociedad. Una nación verdaderamente soberana y espiritualmente
fuerte está formada siempre por familias fuertes, conscientes de su
vocación y de su misión en la historia. La familia está en el centro
de todos estos problemas y cometidos: relegarla a un papel
subalterno y secundario, excluyéndola del lugar que le compete en la
sociedad, significa causar un grave daño al auténtico crecimiento de
todo el cuerpo social. (Carta a las familias del Papa Juan Pablo
II).