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Los niños en el mensaje de Jesucristo 
Autor
Camilo Valverde Mudarra

 

¿Qué significado tiene la expresión de que hay que hacerse como niños, esa idea que, en la historia de la espiritualidad, se ha llamado "la infancia espiritual"? Es posible que no haga referencia a la adquisición del estado de virtud, pues el niño no ha alcanzado tales estadios y ni siquiera es capaz aún de ponerla en práctica; es, más bien, veleidoso, inestable, inconsistente que deja llevar por el instinto; es voluble, tornadizo, gira acá y allá, va y viene al aire que sopla; es un caprichoso, lo mismo ríe que llora, obedece que desobedece, lo mismo toma pataletas que saltos de alegría. Hay que estar siempre a su lado, enseñándole y corrigiéndolo. ¿Qué santidad, por tanto, puede suponer hacerse como niño? 

En la enseñanza del Maestro, los niños son los grandes indigentes, los verdaderos necesitados, los más pobres, pues dependen de los demás de manera absoluta. No pueden valerse por sí mismos, tienen enormes necesidades, lo precisan todo.



Hombres, niños 



El niño carece de todo poder, está siempre disponible para obedecer, para hacer lo que le manden. El niño es el símbolo del servicio. En aquella época, el niño no contaba nada; era un ínfimo, socialmente, se halla infravalorado; no se le tiene consideración alguna; no se le consulta; no es un sujeto de derechos, lo que se le de es puro regalo.

El niño, el sencillo –dice el primer Apóstol-, practica la fraternidad y la amistad sincera (1 Pe 1,22). El niño es la sinceridad absoluta; en él no hay doblez alguna; se manifiesta tal cual es, va a las claras, camina en la rectitud del corazón. Es frágil, débil, insignificante, necesitado, está a merced de los demás, no guarda rencor, todo lo olvida con facilidad y con prontitud, se contenta con poca cosa, se divierte con una nonada, excluye la maldad, la malevolencia, la hipocresía, da con generosidad, sin calcular. 

En fin, un niño no tiene poder alguno de decisión, siempre ha de obedecer, siempre anda sometido, tiene que hacer lo que le manden, lo que ordenan y quieren los mayores.



Los adultos, discípulos de Jesucristo, tienen que ser un vivo retrato del niño. “Si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de mi Padre” (Mat 18,3). El adulto, que se hace niño, se deja llevar por Dios, le obedece siempre y en todo, renuncia a su propia voluntad para hacer la voluntad de Dios, se echa en los brazos de Dios, como el niño en brazos de su madre, ese es el más grande en el reino de Dios. El adulto, que se hace niño, es "sencillo de corazón" (Sab 1,1), no tiene " dobleces en el alma " (Sant 4,8), ni "doblez de corazón" (Si 1,28), "no anda por caminos torcidos" (Prov 28,6), ni "por ambiguos senderos" (Si 2,12), ni "tiene una lengua doble" (Sí 5,9), como las serpientes, anda limpio, posee la "rectitud del corazón" (1 Crón 29,I7).

El adulto, que se hace niño, entra por el camino acertado, consigue el ropaje preciso, se presenta capacitado para pertenecer al Reino, lo espera todo de Dios y lo recibe como un bien gratis; sabe que todo don perfecto viene de lo Alto, que todo es gracia. Parte de cero, como un recién nacido, “el que no naciere de nuevo…” (Jn 3,3) y va creciendo en la vida espiritual, hasta que se hace adulto, pero un adulto, que no deja de ser niño, pues, en todo momento, se siente entregado a Dios en total disponibilidad.

El adulto, que se hace niño, no busca orgullos mundanos, no quiere significarse en nada, desea pasar desapercibido, carece de pretensiones, no intenta ser nadie en la Iglesia, no se cree merecedor de nada, ni se siente con derecho a menciones. ¿Hay algo más antievangélico que un dirigente de la Iglesia, cuya misión esencial es la de servir, se convierta en un "servido" en todo, hasta en las cosas más nimias y ridículas? ¿Algo más antievangélico que querer hacer carrera en la Iglesia, que anhelar una distinción de tal o cual titulo eclesiástico que sólo sirve para fomentar las vanidades de este mundo? “Vanidad de vanidades, y todo vanidad” (Ecl 1,2). Por otra parte, ¿qué sentido tienen los títulos honoríficos eclesiásticos, ni de qué sirven, si el destino del discípulo es ceñirse la toalla, tomar el lebrillo y lavar los pies a todos los cansados; si lo suyo es abrazarse a la cruz con todos los crucificados que marchan cargados de tantas tremendas injusticias?

El adulto, que se hace niño, no quiere poderes ni honores, prebendas ni distinciones; no ansía los condados ni los reinos de este mundo, que pertenecen al Diablo (Lc 4,5). Y es que un niño no está para mandar, sino para ser mandado; no ostenta la autoridad y el rango superior, es el que obedece, anda sumiso y ocupa el puesto inferior, pertenece al servicio.



Los niños y San Pablo



Apoyando su argumentación en la Sagrada Palabra, San Pablo expone con claridad la razón de esa niñez que ha de retomar el cristiano: “La Escritura dice: Todo aquel que en Él creyere, no será rechazado ni avergonzado” (Rom 10,11); la raíz está en la fe; el hacerse niño, es renacer a la fe; nacer de nuevo, para crecer, con ayuda del Espíritu en la entrega a Dios por la fe, esperanza y caridad. El Apóstol les explica a los corintios que es preciso anonadarse, bajarse de los orgullos, reducirse a lo poco, para ganar lo mucho, someterse, para salvar a los hombres: “Me he hecho débil con los débiles, para ganar a los débiles” (1 Cor 9,22). Siendo unos inválidos en la fe, no habiendo alcanzado la madurez espiritual, “pues, cuando aún éramos niños desvalidos, Cristo vino y murió por traer la salvación” (Rom 5,6); nos proporcionó los medios necesarios para salir de la infantilidad, para sacudirnos el yugo del pecado y entrar en el camino de la esperanza y por sus méritos llegar a la reconciliación con Dios. 

El Apóstol se lamenta de que los corintios sean "como niños en Jesucristo" y de que tenga que tratarlos como a niños, "dándoles a beber leche", es decir, los principios más elementales de la doctrina cristiana, y "no alimento sólido", porque no son capaces de digerir el alimento profundo y sólido del misterio de Cristo (1 Cor 3,2). Les dice que "no sean como niños, sino como hombres adultos"; que no sean unos niños únicamente en su falta de maldad, en la sana intención, en la limpieza de pensamiento sin malicia. San Pablo quiere decir, que tienen que crecer en el espíritu, madurar en la asimilación del mensaje de Cristo; no quedarse en la ingenua ignorancia, que salgan y no practiquen la "infancia espiritual", sino que maduren y dejen el "infantilismo espiritual".

El cristiano tiene que crecer constantemente en la vida espiritual, hacerse adulto, firme y fuerte en la fe. Sólo así se alcanza el estado del hombre perfecto, a la medida de la edad de la plenitud de Cristo, "para que no ser niños vacilantes y no dejarse arrastrar por ningún viento de doctrina... que induzca al error; más bien, hay que avanzar en todos los sentidos hacia aquel que es la cabeza" (Ef 4, 14-15).

El mismo Apóstol se propone como modelo: "Cuando yo era niño, hablaba como niño; y cuando llegué a hacerme hombre, desaparecieron las cosas de niño" (I Cor 13,11). Ahora bien, el creyente, aunque llegue a la madurez del hombre adulto, no debe desechar su niñez ante Dios, nunca ha de dejar de ser niño, el supremo indigente para Dios. Es más, huyendo siempre de todos los aspectos maliciosos, aconseja que imiten a los niños en su bondad: “Hermanos, no seáis niños en el modo de pensar, sino sed niños en la falta de malicia; pero, maduros en la conducta y convicciones” (1 Cor 14,20). Lo que San Pablo intenta trasmitir es que se tenga la docilidad de niño, para aprender y entregarse a Cristo, que sean niños, para estar al lado de Jesucristo, dóciles en beber su enseñanza, pero adultos para digerirla y practicarla, hombres formados en la doctrina, inmóviles en la madurez y consistencia del Evangelio; hombres en la firmeza de la fe; hombres transformados por la Caridad, inundados del amor. 

 
 Fuente:

autorescatolicos.org

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