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Tiempo de diálogo entre padres e hijos 
Autor
Jesús María Silveyra

 

Diálogo. ¿Qué cosa es el diálogo? Hay cientos de definiciones. Pero tomemos una sencilla de un diccionario cualquiera. "Charla entre dos o más personas, que alternativamente manifiestan ideas o afectos". Así de simple. Pero, ¿qué difícil resulta dialogar con los hijos, sobre todo si estos son adolescentes o jóvenes en camino a la madurez? Una de las trabas principales es la escasez de tiempo para hacerlo. No tenemos tiempo y ellos tampoco. "El fin de semana hablaré con María, con Juan, con Pedro. Lo prometo. Juro que esta vez lo haré". Y el momento nunca llega, porque las preocupaciones de padres e hijos son muchas y cuando existe un espacio libre están la televisión, los diarios, navegar por Internet, los amigos, los estudios, la siesta que uno tanto necesita, tareas pendientes del trabajo, el novio o la novia de ellos, o vaya uno a saber qué. Pero en vez de preocuparnos, deberíamos ocuparnos. ¿Cómo hacerlo? Entre otras cosas, aprendiendo a manejar el tiempo y evitando que este nos lleve por delante. El concedernos el tiempo necesario para entablar el diálogo es uno de los elementos fundamentales para que este sea posible. Tiempo que, sumado entre otras cosas a la predisposición para hacerlo, la apertura de corazón, la necesaria escucha, el discernimiento, el buen consejo y la corrección fraterna, junto al encuentro de un espacio físico para que tenga lugar, nos asegurarán buenos frutos.

Y esto de darnos tiempo, no es cosa fácil, sobretodo para el hombre urbano que vive apurado, con la premura por llegar al éxito, al poder o a la fama, o, sin ir tan lejos, a cubrir sus necesidades básicas o ficticias para poder vivir. No sabemos bien la razón, pero el tiempo nos exige, nos empuja, nos pasa por encima y termina devorándonos. Máxime en Occidente, donde lo medimos cuantitativamente, como a cuentas que indefectiblemente perdemos o a páginas irrecuperables de un libro. Y así, el tiempo presente se consume vertiginosamente, atrapado entre las huellas de un pasado que nos grita lo que no pudimos hacer y las ansias por conocer lo que puede llegar a sucedernos en el futuro. 

"El tiempo vuela". "El tiempo es oro". Tantas veces hemos escuchado decir esto. Y siempre hay mucha verdad en los dichos populares. Pero si el oro es el tradicional símbolo de la riqueza, ¿qué mayor riqueza que entregar parte de nuestro tiempo al diálogo con nuestros hijos? Porque, como el tiempo vuela, cuando queramos darnos cuenta, ellos ya no estarán más a nuestro lado o, si lo están, quizás sea imposible volver a dialogar. Nosotros, los adultos, somos los que debemos tomar la iniciativa dando el primer paso. No sólo porque precisamos recibir afecto y conocer como evolucionan las ideas de nuestros hijos, sino, porque ellos lo necesitan más aún que nosotros. Pues la vorágine del tiempo en que vivimos también atrapa a los jóvenes y los desorienta. 

Miedo al futuro laboral. Temor a las obligaciones. Pánico por asumir compromisos. Desmoronamiento de la escala de valores. Indiferencia. Incertidumbre. Escepticismo. Y tantas cosas más que podríamos decir acerca del escenario en que ellos se ven sumergidos en los albores de este nuevo siglo. Ante semejante panorama, si los jóvenes están privados de diálogo en el seno del hogar, ¿a quién pueden recurrir en busca de consejos o de límites? Lamentablemente, muchas veces el único remedio que encuentran es escapar de la realidad con espejismos o sumergiéndose en el autismo del engranaje consumista y cibernético, mientras nosotros, los adultos, nos quejamos de que esto suceda. "Pero si me rompí el lomo por ellos. Todo lo hice por mis hijos. ¿Cómo es posible?"

El secreto, quizás, consista en comenzar a medir el tiempo de otra forma, como lo hacían y todavía lo hacen otras civilizaciones. Ya no cuantitativa, sino cualitativamente. Es decir, por el significado vital de cada momento que vivimos. Por el valor profundo de las circunstancias. "Hoy lloré con María. Me reí con Juan. Tomé un café con Pedro". Frases que podrían reemplazar a las primeras y que permanecerán grabadas en el corazón de los sujetos del diálogo. Porque lo que tiene significado, no se pierde ni se vuela. Lo vital es lo valioso, lo que nos dignifica como personas, por encima del tiempo y de nuestros logros o fracasos personales. Y nada más vital que nuestra propia trascendencia en otras vidas, como son y serán siempre nuestros hijos.

En esto, algo podemos aprender de la naturaleza y de sus ciclos, por cierto mucho más pausados que los de un reloj despertador o un cronómetro de velocidades. El cambio de estaciones, los movimientos del sol, de la luna y las estrellas, el ritmo de las mareas, la evolución de los cultivos, la renovación misma de la tierra, sin duda tienen otro ritmo. Midiendo el tiempo de otro modo, podremos, a semejanza de ella, aprender a manejarlo y darnos un espacio para el diálogo en el hogar sin descuidar el ejercicio de nuestras propias actividades.

Me parece interesante terminar esta pequeña reflexión, parafraseando al Eclesiastés: "Hay un momento para todo y un tiempo para cada acción bajo el cielo: un tiempo para nacer y un tiempo para morir; un tiempo para plantar y un tiempo para arrancar lo plantado...un tiempo para llorar y un tiempo para reír; un tiempo para lamentarse y un tiempo para danzar...un tiempo para abrazar y un tiempo para abstenerse de los abrazos...un tiempo para callar y un tiempo para hablar..." ¡Qué bueno sería tomar conciencia de que hoy es el tiempo para dialogar con nuestros hijos!
 
 Fuente:

.san-pablo.com.ar

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